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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Un feliz encantamiento

Impedimenta. Madrid, 2016

Puede ser sólo una impresión, pero estoy cada vez más persuadido de que una de las corrientes interiores que unifican buena parte de la literatura escrita en alemán a lo largo del siglo XX tiene su origen en las obras de quien posiblemente menos creyó estar creando un punto de partida y una herencia futura, y, desde luego, menos hubiera deseado hacerlo: Robert Walser. Es conocida la admiración que le profesaban Musil y Benjamin. Es también conocida la de Kafka, que lo retrató como un maestro de las «metáforas abstractas’: y aunque al hablar de Kafka solemos decir que sus relatos son el único dominio de su obra influido más o menos directamente por Walser, conviene recordar que El proceso y El castillo son en sí mismas, más que novelas, metáforas abstractas. Yo, particularmente, tiendo a sumar entre sus influidos a Thomas Bernhard, sin duda uno de los mayores taumaturgos en el misterio del emblema, que a mi modo de ver escribe también a contraluz -como si estuviera gestando, por así decir, un aguafuerte-, sólo que colocando el foco en un rincón de la experiencia más tenebroso y siniestro. Los sujetos reclusivos sabemos reírnos con los dos, pero reconocemos que con Walser las carcajadas todavía delatan una pequeña nostalgia y hasta
una humilde celebración de la dicha humana.

Lección de alemán tiene algo que parece provenir de Walser, pero no sé si ese algo es un elemento superficial o si va más allá de ciertos significados y ciertas atmósferas, porque de Lenz sólo he leído esta encantadora obra (y puedo aseguraros que no será la última). Su institución para jóvenes inadaptados recuerda al instituto Benjamenta tanto como en el diario de Jakob resuena esa minuciosa redacción sobre «las alegrías del deber» (oblicua referencia a la elisión de responsabilidades, a ese «ser gente muy modesta y subordinada» a que conducen las enseñanzas de Herr Benjamenta) que el joven Jepsen se ve obligado a escribir como castigo en la novela de Lenz, y que acabará convirtiéndose no ya en la propia novela sino también en la llave que encierra su dichosa existencia de condenado kafkiano. Sólo por encontrar estas pruebas de color ajeno en los interlineados compensaría perderse entre las páginas de Lección de alemán. Pero, más allá de cualquier posible resonancia, ¡qué feliz encantamiento, qué raptos de adorable poesía -reparad en el banquete de las langostas, en esas llamas atadas con correas y azuzadas como perros-, nos aguardan en ellas!