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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Una deidad cegadora – «Una libertad luminosa», de T. C. Boyle – La Nueva España

  • T. C. Boyle encierra a un grupo de psicólogos a experimentar con las primeras dosis de LSD: la “verdad luminosa” que descubren apunta a Dios

Imagínese una suerte de gran hermano (el programa de televisión) en el que quienes estuvieran encerrados en la casa fueran psicólogos –más algunos de sus familiares e hijos– adictos al LSD. Deje de imaginar. T. C. Boyle lo vio antes y lo plasmó en un libro, de título Una libertad luminosa, en el que describe con fina urdimbre el inicio de las drogas de diseño allá por la década de los sesenta. Era el comienzo del hippismo, una época (al menos en Estados Unidos) de libertad y también de libertinaje, en la que todo valía con tal de alcanzar el límite. El moral, el físico, y también el espiritual.

Ciencia en pañales. Aún no se había dado el salto hacia el cognitivismo y los experimentos científicos estaban todos fiados a una suerte de conductismo radical. Pero no hay que asustarse: no es necesario tener aprobada la asignatura de Historia de la Psicología para disfrutar del relato de Boyle. Estas líneas solo quieren ser un complemento para entender las múltiples referencias a B. F. Skinner (padre del conductismo) y a Konrad Lorenz que sin ningún disimulo exhibe el autor.

Hago un breve resumen. Skinner es el alma del libro porque los protagonistas son meras ratas (en el sentido animal de la palabra, no en el despectivo) encerradas en un intrincado laberinto repleto de obstáculos (aunque a primera vista no lo parezcan) del que solo los más resistentes podrán salir. La referencia al zoólogo es aún más evidente. Aunque Lorenz descubrió su famosa teoría de la impronta en los patos, nunca dijo que ésta no pudiera, por extensión, aplicarse también a los seres humanos. Y es posible. Claro que lo es.

Así que a tenor de las teorías sobre las que se cimienta parte de la psicología, la historia es mucho más fácil de comprender, y también de construir. Tim –y no destripo nada desvelando esto– es el líder supremo al que todos siguen como los patitos seguían a Lorenz. Porque en toda secta (perdón, en todo grupo) hace falta un líder, aunque luego el vestido se cosa con hilos asamblearios o de organización horizontal. Pueden hacerse las analogías oportunas. Y Fritz, el otro protagonista, es un pobre hombre lleno de dudas existenciales, padre de un hijo y casado con Joanie (que se pone al mando de la narración durante varios capítulos), que entra de forma tímida en el mundo de las drogas de diseño. Es fácil imaginarse cómo sigue la historia, aunque la previsibilidad de la narración no le quita interés. Todo lo contrario, juega a su favor.

Aunque hay giros de guion de lo más llamativo. Como los del día de la muerte de John F. Kennedy, las disputas con otros hippies o aquellas en las que el grupo, como nómadas, se ve obligado a cambiar de residencia por la presión de la policía, pese a que en aquella época el LSD era legal. O, al menos, eso dice Boyle.

Lo más curioso de Una libertad luminosa son las referencias a Dios. Nada veladas. Cristalinas. Y que, si uno no está atento, pueden pasar desapercibidas, pese a que, desde la sombra, son el hilo conductor de todo lo que ocurre y de muchos de los comportamientos de los personajes.

Esas referencias son tan curiosas o más que la antítesis que recoge el propio título. Porque ya saben lo que pasa cuando se consume LSD y se mira directamente al sol (otra referencia a la religión que va apareciendo de vez en cuando escondida en un capítulo por aquí y otro por allá): lo luminoso molesta. Y tampoco hace falta explicar que lo último que traen consigo las drogas son la libertad.

Ya pueden imaginarse lo que ocurre cuando un grupo de personas comienza a tomar drogas de forma habitual, por muy psicólogos que sean y por relevante que sea el experimento. O la tesis a establecer.

—José Luis Salinas, La Nueva España