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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Oso, de Marian Engel

El Oso Blanco llevaba sobre su lomo a la hija menor del pobre campesino, cuya mano le pidió a cambio de colmarlo de riquezas. «¿Tienes miedo?». «No». «Agárrate entonces con fuerza a mi pelaje y no tendrás nada que temer.»

Es excepcionalmente hermosa la ilustración que Kay Nielsen hizo de esa escena de Al este del sol, al oeste de la luna: la joven doncella portada por el majestuoso animal en un trayecto por el bosque, bajo la luna, hacia el espléndido castillo en donde, por las noches, el Oso Blanco se convierte en un hombre y yace a su lado siempre completamente a oscuras.

Con su propia expresión, su propia seña de significado, los sentimientos que albergan esa entrega confiada de la doncella al Oso y esa indicación de aferrarse a su pelaje que éste le hace a ella están también en este relato escrito por Marian Engel.

Su lectura reconfigura también el sentido con que podemos leer en otro cuento que un oso raptó a una joven pastora, la llevó a su cueva y, al cabo de un tiempo, engendraron un hijo de fuerza física extraordinaria y temperamento fiero (1). Mitos, pasajes en historias, imágenes donde una mujer copula con un animal: Pasífae, la patricia que yace amorosamente algunas noches con el Lucio que Isis convirtió en asno (2), la buceadora y los pulpos de Hokusai, la novia del tigre o la Caperucita de Angela Carter (3)…

En Oso el significado del amor y deseo de una mujer hacia un plantígrado semi-domesticado puede ser el del encuentro del lugar donde desplegar por completo la libertad interior. Engel relata una sensación de y renacimiento que comienza a emerger en cuanto Lou, la protagonista, abandona el desapasionado escenario urbano de su rutina laboral y emocional y se adentra en el poderoso entorno natural de una isla para desempeñar un encargo profesional.

«Pensó en un conocido suyo que afirmaba que hoy en día era imposible encontrar una mujer que oliese a sí misma…» escribe Engel en las primeras páginas del relato, justo la noche anterior a arribar a su destino en la casa victoriana de la isla. Hay quizá una clave en esa frase en la que se podría reconocer la creencia de esta autora en una noción femenina poderosa, primaria, profundamente contraria a la imagen de la mujer cobarde y aséptica −que no ha reconocido antes por sí misma sus pulsiones interiores, obligada a anular determinadas evidencias de su corporalidad−, patente quizá también en el propio hecho de que ésta no sea una historia de despertar ni descubrimiento, sino de reconocimiento y extensión interior.

Hay una cohesión, que quizá una manera precisa de describir es como especular, entre la narración de esta historia y el andamiaje conceptual en base al cual es construida. Reconocemos en Engel una inteligencia firme y la posesión de esa clase de erudición modesta y serenamente ávida, alejada de la frivolidad petulante, y que es la misma que constituye un rasgo personal de Lou. Esa base de conocimiento de Engel se despliega fluidamente en los detalles (tanto grandes como pequeños) que construyen esta historia, para constituir un reflejo a su vez de ese espíritu equilibrado entre la actividad intelectual y la capacidad de acercamiento a lo indomesticado que hay en la protagonista.

Esa base es también lo que cose el invisible velo simbólico en el que paulatinamente comprendemos envuelto este relato, reconocerlo como una confluencia de diferentes aspectos de tradiciones míticas sobre la mujer y sobre el oso. Posiblemente la referencia más importante sería la que se haría a algunos de los rasgos esenciales de la diosa griega Ártemis: diosa de los lugares remotos y solitarios, señora de las montañas salvajes, y en cuyo honor muchachas jóvenes danzaban ataviadas como osas.

En su análisis sobre esta diosa, Jules Cashford y Anne Baring apuntan un aspecto claramente reconocible en el trasfondo de Oso: «Para una sensibilidad actual, Ártemis encarna una sabiduría que en gran parte se ha perdido. La naturaleza de la misma es externa, también está presente en la parte animal, no domesticada, de la naturaleza humana, y en la necesaria relación entre una cosa y otra» (4). (Incluso podría decirse que el rechazo al contacto sexual que distinguía el carácter de esta hermana de Apolo encuentra su eco en el carácter frustrantemente mediocre de las relaciones sexuales que Lou tiene con hombres.)

Es igualmente importante la alusión al significado sagrado del oso en las culturas autóctonas norteamericanas, contenido aquí en el respetuoso vínculo que una anciana india mantiene con el animal en este relato. Y, completando, introduciendo matices que refuerzan para el lector la comprensión del poder simbólico del oso, están los fragmentos breves anotados en pequeños folios que van apareciendo entre las páginas de los libros de esa gran biblioteca que Lou está clasificando; contenidos heterogéneos que transcriben, por ejemplo, fragmentos del Kalevala, resumen leyendas, hacen referencias históricas a la presencia de los osos en un territorio o al uso de la palabra oso en una lengua concreta…

Hay una extrema delicadeza en el coraje con el que Engel encara sin la menor sutileza ni lirismo la cuestión del ansia erótica hacia el animal y la descripción de cada contacto sexual con él. No hay por su parte la menor voluntad de escandalizar desafiando el tabú o aproximándose a la gratuidad de la pornografía, sino quizá más bien de hacer comprender ese deseo de Lou como su instintiva provocación de un rito de paso que sea tránsito hacia la adquisición de una libertad interior profunda. Porque como revelan las palabras finales, su última imagen, esta historia es un cuento sagrado.

(1) Ver «Juan el Oso» en A. R. Almodóvar, Cuentos al amor de la lumbre I, Madrid: Alianza Editorial, 2015 (3ª edición).

(2) Lucio Apuleyo, El asno de oro. Libro X (19-22), Madrid:Austral, 1999 (2ª ed.).

(3) Ver «La novia del tigre» y «En compañía de lobos» en Angela Carter, La cámara sangrienta, Madrid: Sexto Piso, 2014,

(4) A. Baring y J. Cashford, El mito de la diosa, Madrid: Siruela, 2005, págs. 373, 374, 378.

Alicia Guerrero Yeste