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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Cuando la causa es el personaje —  «Yo, Tituba, la bruja negra de Salem», Revista Turia

Entre enero de 1692 y mayo de 1693 se produjeron en Massachussets los hechos que se conocen como los Juicios de Salem. Las acusaciones de «brujería» fueron masivas y derivaron en veintinueve condenas y diecinueve ejecuciones. Las denuncias –mentiras exageradas por la arraigada superstición y credulidad ciudadana– partieron de los propios vecinos de los imputados, y tuvieron como base rencillas personales. El episodio es una mancha negra en la historia de Estados Unidos, y un ejemplo de cómo el fanatismo puede interferir en la política para recortar libertades civiles. A partir de este siniestro antecedente se acuñó la expresión «caza de brujas», que entraña una seria advertencia contra los excesos de los extremismos.

La cultura popular, y especialmente la literatura, se ha empeñado en mantener vivo el suceso, por sus ricas connotaciones en defensa de los derechos y las libertades públicas. Quizás la manifestación literaria más celebrada y notable haya sido la obra 369 teatral de Arthur Miller de 1952, una devastadora alegoría contra los delirios paranoicos del maccarthismo. Otras han usado el acontecimiento como vehículo para criticar la opresión racial y sexual: es el caso de Yo, Tituba, la bruja negra de Salem, segunda novela de Maryse Condé (Pointe- à-Pitre, Guadalupe, 1937), y novedad del catálogo de Impedimenta, que está edificando una biblioteca en honor de la escritora (Premio Nobel alternativo en 2018).

Condé conoció la historia de Tituba mientras ejercía la docencia en la Universidad de Columbia, institución en la que fundaría y detentaría la cátedra en estudios francófonos. Escribió la novela como si se tratara de una cuestión personal, como si la trágica vida de la esclava Tituba fuese una afrenta a un continente y una raza. La breve nota introductoria que abre el libro revela el grado de implicación de la guadalupeña, y anticipa además, y de frente, el tono que va a adoptar la narración: «Tituba y yo convivimos en la más estrecha intimidad durante un año. En el transcurso de nuestras interminables conversaciones me contó todas estas cosas. Nunca se las he confesado a nadie». La historia de Tituba supone para Condé un profundo desgarro.

Todo libro militante se mide en función del tono de voz empleado. La de Yo, Tituba está cascada por la indignación; su timbre se quiebra con una gran agitación anímica: es un agudo grito de impotencia que reverbera como un eco. La alteración se manifiesta en las vívidas descripciones, que parecen pensamientos y acotaciones. Así, la felicidad de Tituba/Condé es expansiva como una fiesta: «Al atardecer, el cielo violeta de la isla se extendía sobre mi cabeza como un gran manto bordado de estrellas resplandecientes. Por la mañana, el sol relucía con el brillo de una trompeta recién bruñida, que parecía invitarme a bailar» (p. 25). Los momentos sombríos, bastante más comunes que los luminosos, tienen las resonancias de presagios patibularios: «Fuera, la negra soga de la noche aprisionaba el cuello de la isla como si quisiese estrangularla […] Los árboles se alzaban inmóviles, semejantes a estacas» (p. 37). De la devastadora soledad de Tituba da fe su comunión con los elementos, únicos aliados fiables tras las continuas traiciones y decepciones humanas: «Descorrí las cortinas y observé la luna, cabalgando cual amazona en mitad del firmamento. Se anuló al cuello una bufanda de nubes y el cielo alrededor adquirió el tono de la tinta derramada» (p. 134).

La voz de Condé tiene las inflexiones del narrador de cuentos preliterario, del registrador de la tradición oral. El libro, de hecho, está trufado de pequeñas parábolas, canciones y enseñanzas. Condé se aprovecha de los orígenes de Tituba –oriunda de Barbados– para zambullirse en la rica cultura antillana, de la que es embajadora literaria. De hecho, Yo, Tituba nace precisamente de la lectura de Calle Cabañas Negras (1950), del escritor martiniqués Joseph Zobel (1915-2006), el punto de partida de la Condé escritora y puerta de entrada de muchos sus temas recurrentes: la esclavitud, el racismo, la trata o la opresión colonial. Mientras Condé se mantiene fiel a este espíritu antillano, la novela florece con exuberancia. El problema viene al apartarse de él.

Condé se sirve de la muy legítima prerrogativa del escritor de fabular ante las grietas de la realidad, y resucita, defiende y redime a Tituba del juicio de la historia. En un momento dado, mientras la esclava es trasladada de la prisión de Ipswich a la de Salem, la autora se permite romper la cuarta pared para dirigir su clamor al lector del siglo xx y enfocarlo contra la injusticia del olvido: «Intuía que, en aquellos juicios de las supuestas brujas de Salem que tantos ríos de tinta harían correr, que excitarían en tan gran medida la curiosidad y a la vez la compasión de tantas generaciones venideras, y que serían considerados por la posteridad como el testimonio más fidedigno de una época crédula y bárbara, yo quedaría reducida a una mera figurante y mi nombre no despertaría el menor interés. Sólo se me mencionaría, así como de pasada, como a “una esclava oriunda de las Antillas que, sin lugar a dudas, practicaba el hodoo”. Sería […] ignorada por la historia. A finales de siglo, empezarían a circular peticiones y se celebrarían nuevos juicios para rehabilitar a las víctimas y devolver a sus descendientes sus bienes y su honor. Pero mi turno jamás llegaría. ¡[…] Ese sería el fatal destino de Tituba!» (pp. 184-185).

A partir de la segunda parte del relato, cuando los hechos históricos ya se internan en el campo de la ficción controlada, la Tituba personaje terminará por resultar indistinguible de la Tituba causa. La voz indignada que hasta ahora ha imperado en la narración dejará paso a otra más tierna, reparadora, un arrullo balsámico que intentará restañar heridas. Tituba volverá a conocer el amor y también la bondad efímera, será abanderada de una rebelión y durante poco tiempo madre. Condé y Tituba habrán perdido empaque, desdibujadas. Sus inclinaciones, motivos, dudas y diálogos tendrán un poso bastante menos creíble. Mostrarse liviana sin aparentar casquivanía es un arte al alcance de muy pocos. La última Pilar Pedraza, la que se reinventa tras Lobas de Tesalia (Valdemar, 2015), es, por ejemplo, una maestra en el campo: sus heroínas son causas desde la primera línea; todo el conjunto de la acción y el argumento se rinde a sus pies sin atisbo de duda. Pedraza es traviesa sin perder nunca el rumbo, porque está –y así lo deja entrever– divirtiéndose. Maryse Condé se toma su causa muy en serio, y tiene razones para hacerlo. Y por eso precisamente su Tituba parece de cartón piedra.

—Joaquín Torán, Revista Turia, junio 2022.