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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

El olor de la civilización

Pocos relatos han suscitado un debate más amplio, sobre todo en el mundo educativo sobre la posibilidad de la sociedad para regenerar a un niño que ha crecido en un medio salvaje, sin contacto con el ser humano. Al respecto se han elaborado las más diversas teorías educativas pero también en lo artístico este hecho real, sucedido en la Francia de inicios del siglo XIX, ha propiciado la creación de hermosas piezas, desde la película ‘El pequeño salvaje’ de François Truffaut hasta el reciente libro a cargo del escritor T.C. Boyle editado por Impedimenta.

“Vio confusión, escuchó el caos, y lo que olía era más fétido que cualquier otra cosa que hubiera olido en todos sus años de vagabundeo por el campo y los bosques de Aveyron. Un hedor concentrado, penetrante: el olor de la civilización”. De esta manera tan poderosa remata uno de los capítulos en que el escritor norteamericano T.C. Boyle divide su último libro ‘El pequeño salvaje’, editado en nuestro país por la Editorial Impedimenta. Profesor en la Universidad del Sur de California y especializado en la literatura del siglo XIX no es de extrañar la fascinación del autor por un relato que como pocos incide en el alma del ser humano y la capacidad de la sociedad para la regeneración del individuo y su posibilidad de desarrollo dentro del ecosistema social.
La historia es bien conocida, ya que a partir de este hecho auténtico, sucedido en la Francia postrevolucionaria, se han ido consolidando numerosas teorías educativas sobre la capacidad del hombre ‘moderno’ para restaurar ‘las buenas costumbres’ en alguien al que la vida había conducido a un camino de degradación. Así sucedió con ‘El pequeño salvaje’ donde se cuentan los hechos que pasaron del temor a un niño salvaje y embrutecido, a la fascinación de toda Francia hacia este caso y las posibilidades que la ciencia ofrecía para que ese niño dejase de ser una especie de atracción de feria y se comportase como una persona ordinaria.

En la naración, T.C. Boyle se muestra como un magnífico escritor al conducirnos de manera lineal por el relato de una forma firme, que en numerosos momentos se cuestiona hacia donde se conducía la sociedad de una Francia, entendida en aquellos momentos de la Ilustración como un reflejo del progreso humano y social, preocupada por el papel de la educación. Y es que todo se define en virtud a la dicotomía de las tesis de Locke- “¿nacía el hombre como una tábula rasa, inculto y sin ideas, listo para que la sociedad escribiera en él sus normas, susceptible de ser educado, mejorable?” y las de Rousseau- “¿O, por el contrario, era la sociedad una influencia corruptora, como suponía Rousseau, antes bien que la base fundamental de todas las cosas, buenas y malas?”
Entre esas dos ideas se mueve todo el relato planteado por su autor y cómo el trabajo del profesor Itard, entregado durante años a la empresa de educar a ese niño salvaje transcurre entre escasos avances y un futuro lleno de sombras.
El final, sombrío y áspero, no deja lugar a dudas, solo ciertas conductas asociadas a la emotividad, los sentimientos o la rebelión ante lo injusto, fueron jalonando de leves expectativas un capítulo que mantuvo en ascuas a toda Francia y a una comunidad científica con unos medios pertenecientes a otra época, pero que se verían renovados por las experiencias del profesor Itard con la amenaza siempre presente de la Iglesia y su escasa confianza en el hombre, cuando debería ser precisamente lo contrario.
T. C. Boyle en las 121 páginas de las que se compone este libro tiene espacio más que suficiente para retratar a toda una Francia en el trascendental proceso revolucionario y la superación del Antiguo Régimen, reflejado en ese niño surgido de la oscuridad de un bosque y al que la sociedad concede una oportunidad. El autor realiza un retrato perfectamente ajustado al relato original, a una historia que quizás hasta hoy nunca ha estado escrita de una manera tan directa y veraz, en la que no sobra nada y todo fluye en una misma dirección, la centrada en el ser humano y en la que se rompe esa fragilidad con espacios para la reflexión, normalmente fijados en la transición de un capítulo a otro, como si en ese blanco se contuviese un rincón para nuestra participación, para la emoción que en ocasiones te permite comprender las reacciones de quien estaba abocado a una muerte en estado salvaje, pero al que esta sociedad, con todas sus taras, se empeñó en reconducir y en cierto modo lo logró. “Tenía cuarenta años cuando murió”.
No es de extrañar que esta editorial recibiera en el año 2008 el Premio a la Mejor Labor Editorial Cultural. Por un lado la escogida selección de títulos, muchas veces olvidados por las editoriales más tradicionales, y por otro por la cuidada edición que realiza de cada una de sus obras. Un esmero dignificador del libro y en consecuencia del lector que descubre como nuestra literatura está plagada de placeres ocultos a los que solo iniciativas como esta permite salir a la luz y acercarse a los lectores.
Con T.C. Boyle nos encontramos la apuesta por un magnífico escritor, no siempre bien conocido en España y todo ello a través de uno de los grandes relatos que configuran la identidad cultural en Europa. La historia del niño salvaje.
Un relato tan especial como éste, con todo lo que comporta en relación con el aprendizaje y su vinculación a la propia historia de Francia no podía quedar al margen del mundo del cine y menos aún alejado de un director tan sensible con estos temas como François Truffaut quién en 1969 llevó a la pantalla ‘El pequeño salvaje’. Una emocionante película que traslada a la pantalla todo ese universo que muchos escritores plasmaron con anterioridad y que permitía al director francés aproximarse al tema de la educación en el ser humano y su formación, elementos habituales de un cine siempre comprometido con el hombre y sus posibilidades. No es de extrañar que él mismo fuese el intérprete del papel del profesor Itard, abordando la educación del ‘salvaje’, algo muy similar a lo que pretendió con su cine lleno de enseñanzas para el espectador.

Por Ramón Rozas