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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

El día de Israel

El rango distintivo de San Basilio apunta al lenguaje, al ojo u oído clínico con el que sus personajes detectan lo estrafalario de usos y acuñaciones más o menos jergales.

La tercera incursión narrativa de Fernando San Basilio, fresca, desenfadada y luminosa como las anteriores, vuelve al territorio ya explorado en Mi gran novela sobre La Vaguada (2010), que junto a Curso de Librería (2006) abarcan toda su obra publicada. Las novelas de San Basilio —o sus relatos, aún no recogidos en libro— tienen un aire de familiaridad reconocible, no porque estén protagonizadas por ingenuos perdedores o encantadores antihéroes, porque prefieran la ironía al sarcasmo o porque apuesten, en consecuencia, por la levedad frente al trazo grueso. Estos son sin duda aspectos comunes a todas ellas, pero el rasgo distintivo de San Basilio apunta al lenguaje, al ojo u oído clínico con el que sus personajes —aquí, por primera vez, el protagonista no es el narrador de la historia— detectan lo estrafalario de usos y acuñaciones más o menos jergales, donde no siempre es evidente la carga de comicidad. Ya en sus libros anteriores San Basilio, verdadero estudioso de las relaciones laborales, había dado muestras de un ingenio afilado a la hora de describir los inframundos de la precariedad o el desempleo, pero ni entonces ni ahora ha caído el autor, cuyos intereses van por otro lado, en la monserga adoctrinadora. Sin salir de Madrid, que es su territorio literario, el novelista vuelve al centro comercial La Vaguada y sus aledaños del barrio del Pilar para contarnos la peripecia de Israel, el joven vendedor al que le ha cambiado la vida después de leer un manual de autoayuda —El estilo de vida fluido de Archibald Bloomfield— donde se anima a los lectores a tomar las riendas de su destino. Isra ya sabe que el mundo —el mundo dentro del mundo que llaman La Vaguada— no es un lugar excesivamente confortable, pero entre las rutilantes franquicias hay un sinfín de historias curiosas, pandillas de alegres muchachas y la posibilidad —a la que casi nadie se resiste— de beber gratis e inmoderadamente. Mi gran novela sobre La Vaguada regalaba una estupenda colección de estampas, pero le faltaba, hasta cierto punto, un hilo conductor —¡el fluido!— que diera mayor sentido a la historia. Avanzando en el marco entonces esbozado, El joven vendedor es una deliciosa nouvelle que se acerca mucho a la “novela cosmos” con la que fantaseaba el protagonista de aquella otra aventura. La novedad más destacable es ahora el ritmo acelerado, sin tregua, que aconseja empezar y terminar la lectura de un tirón para retomarla otra vez desde el principio, con idea de disfrutarla sin atender a otra cosa que el discurso mismo. Un solo día —el día de Israel— le basta a San Basilio para caracterizar el simulacro de vida que alienta en esos centros comerciales donde “todo es vagamente amarillo” y la gente necesita salir, de vez en cuando, a respirar el aire contaminado del extrarradio. El relato contiene momentos impagables y adopta en ocasiones un aire de farsa despendolada, pero su tono hedónico, que remite al humour corrosivo y nihilista de los cincuenta, aparece perfectamente complementado por un fondo de melancólica ligereza. El lenguaje parodiado en El joven vendedor es, por una parte, el de la psicología barata que nutre los libros de autoayuda y, por otra, el no menos obtuso de la mercadotecnia que ha inundado de sinergias las conversaciones entre comerciales y empleados de planta. Tampoco faltan los guiños a autores prestigiosos como Heráclito o el mismísimo Joyce, aunque, como señala en su prólogo Mercedes Cebrián, San Basilio se centra en lo nuestro, en el aquí y ahora, acogido a una fórmula felicísima que trasciende el mero costumbrismo. Una cosa es percibir las miserias que nos rodean y otra permitir que te amarguen la vida. Frente a la manera grandilocuente de los santos indignados, cabe recrear el absurdo y los trampantojos de la realidad contemporánea sin adoptar cómodas poses de superioridad moral. Esto último es lo que hace San Basilio, una forma mucho más divertida y eficaz de bajar los humos, sin pedagogías ni sombra de autocomplacencia. El humor, que casa mal con la consigna, es o puede ser la más alta forma de moralismo.

Por Ignacio F. Garmendia