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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«Westwood», de Stella Gibbons

Stella Gibbons (1902-1989) es conocida en España sobre todo por La hija de Robert Poste (1932), una novela en clave irónica, escrita en 1932, sobre la vida en el campo inglés.

Después se tradujo la continuación, Flora Poste y los artistas (1949), menos original y brillante. Westwood (1946) es de otra índole: se trata de la típica novela inglesa a lo Jane Austen, con protagonista femenino que describe su mundo, el real y el de sus deseos y anhelos.

La novela transcurre en el Londres bombardeado de la II Guerra Mundial y cuenta la historia de Margaret Steggles, que forma parte de una familia infeliz, apática y vulgar. Margaret acaba de trasladarse a la capital inglesa para dar clase en un colegio privado femenino. En Londres, la vida de Margaret cambia drásticamente cuando al devolver una cartilla de racionamiento que se había encontrado en Hampstead Heath, conoce a los Niland y los Challis, dos familias de artistas que viven en Westwood, una típica mansión inglesa.

A través de estas familias, Margaret entra en contacto de golpe con el ambiente bohemio y artístico, que colma sus aspiraciones y sus deseos de belleza. Su admiración por Gerard Challis desemboca en un enamoramiento intelectual. Sin embargo, lo más importante de la novela son las relaciones que Margaret mantiene con ese nuevo círculo cultural, aunque se entregue casi servilmente para poder acceder a ellos, de forma que se va aniquilando, como una adolescente, hasta que se le abran los ojos.

No se trata de una novela simplona y sentimentaloide. Westwood es, sobre todo, una novela que sabe penetrar a fondo en un alma delicada, incomprendida por su familia y que necesita expresarse, aunque esto lleve a Margaret a explorar caminos desconocidos y peligrosos, y a equivocarse más de una vez.

El tema central de Westwood no es nuevo, ni la ambientación de guerra, ni tampoco los personajes… pero Gibbons da a estos ingredientes un sentido distinto. Y aunque le falte la gracia y la ironía de las novelas mencionadas más arriba, tiene pasajes humorísticos que llevan a sonreír. Además, está asegurada la lectura hasta el final porque capta con maestría la atención del lector. Y, por cierto, el último capítulo, absolutamente impredecible, elimina toda posibilidad de considerarla una novela romántica.

Por Alberto Portolés