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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«La soledad del corredor de fondo», de Allan Sillitoe

Vivimos tiempos amargos, de desengaños obligados. Mucho nos unen nuestras particulares circunstancias de crisis social y económica al momento histórico que le tocó en suerte afrontar al autor del libro que hoy os presentamos, Alan Sillitoe (1928-2010), sobre todo en su juventud, cuando Europa, sin haberse recuperado aún de los estragos de la Gran Guerra, se enfrentaba a un nuevo conflicto armado de proporciones hasta entonces desconocidas.

La soledad del corredor de fondo (Impedimenta, 2013), supone todo un compendio de la literatura de este autor inglés nacido en Nottingham que nos acerca, por otro lado, a los aspectos más inquietantes de una sociedad, la europea, que veía cómo de nuevo las ansias de poder, la irrupción de un tremebundo racismo y el desarrollo de los diferentes nacionalismos daban como resultado un nuevo receso en la paz que tanto había costado conseguir tras el agrio y turbulento proceso diplomático que tuvo lugar tras la primera Guerra Mundial.

Los relatos que Sillitoe recoge en este volumen (un total de nueve, repartidos en 256 páginas) se hacen cargo del desajuste estructural ante el que, como seres individuales y finitos, nos situamos de manera indefensa y, hasta cierto punto, cruenta, puesto que nuestras armas (fundamentalmente la palabra, que en la mayor parte de los casos -como reza el dicho- se la lleva el viento) no suponen amenaza alguna para un sistema que nos trata como meras piezas de un complejo engranaje. Cuyo fin último, por cierto, solemos desconocer.

En el primero de los textos, que da nombre al propio libro («La soledad del corredor de fondo»), observamos cómo Sillitoe denuncia esta situación de desamparo, de vulnerabilidad ante una instancia que sabemos superior en cuanto a su poder efectivo (por muy inferior que pudiera ser en realidad en otros muchos sentidos), en un relato en el que pone de manifiesto la relación entre un director de reformatorio y el joven protagonista de la historia:

Soy un ser humano y tengo pensamientos y secretos y una maldita vida interior que él ni siquiera sabe que está ahí, y nunca lo sabrá porque es un estúpido. […] Él es un estúpido y yo no lo soy; porque yo soy capaz de ver dentro del alma de la gente de su clase, y él no ve una mierda en los de la mía.

Debemos anotar dos aspectos, que se repetirán a lo largo del libro —así como en las restantes obras de Alan Sillitoe—. Por un lado, la reivindicación del yo frente a una alteridad que, por lo general, presenta tintes claramente amenazadores. En este caso se trata de una autoridad académica, figura que puede resultar acaso poco conminatoria desde un punto de vista externo. Sin embargo, para el personaje central de este relato, aquel supone el auténtico verdugo de su libertad. En segundo lugar, ese yo que se rebela contra una autoridad que pone grilletes a su albedrío, se sabe además víctima de un escenario que le desborda por completo (la sociedad, el Estado, etc.), y por esta misma razón, es consciente de que su verdadero horizonte de acción se encuentra en su entorno más próximo. Así lo confiesa el joven protagonista:

Las guerras del gobierno no son mis guerras; esas guerras no tienen nada que ver conmigo porque a mí lo único que me preocupará siempre es la guerra que yo mismo estoy librando.

Como explica Kiko Amat en el prólogo de manera muy certera, «los personajes iniciales de Sillitoe son como punks, skins y sans culottes: su posición es el escupitajo y el puñetazo y la farra, no la asamblea democrática ni la manifestación reclamando derechos. El mandamiento principal es no arrodillarse ni pedir limosna, el más alto atributo la dignidad personal». El director del reformatorio no se cansará de pedir a su pupilo, precisamente, que se haga digno poseedor de la virtud por antonomasia, la honradez, y a su vez, el joven personaje no duda en asegurar que él es ya honrado, «vaya que lo soy, nunca he sido otra cosa sino honrado, y siempre lo seré». De nuevo, la rebeldía frente a la autoridad impuesta desde el exterior.

Nottingham, una de las ciudades más representativas de la industria inglesa de los sesenta, se ha convertido también en un símbolo de los efectos de una crisis sobre una población. En la imagen, The Castle Tobacco Factory, erigido en 1883 y uno de los edificios más reconocibles de la Nottingham industrial

Aunque el libro comparta título con uno de los relatos, acaso el más extenso y el que más fama ha adquirido desde la publicación original de la obra en 1959, he de confesar que es otro de los textos que componen La soledad del corredor de fondo el que más me ha llamado la atención por su estructura narrativa y su gran carga emocional. Se trata de «El cuadro del barco de pesca». A mi juicio, la sola lectura de este relato supone ya razón suficiente para hacerse con un ejemplar del libro de Sillitoe. En él asistimos a la evolución de un matrimonio que, finalmente, acaba rompiéndose. Y no piense el lector que con ello he desvelado en absoluto el desenlace de la composición. Como en el caso de numerosas relaciones, la monotonía y el estado de letargo causado por el día a día suponen factores que la pareja tendrá en cuenta a la hora de romper el nexo que les une; sin embargo, años más tarde, vuelven a encontrarse por diferentes circunstancias, y será entonces cuando, a pesar de lo ocurrido años atrás, puedan reconsiderar todo su universo interior. Anticipo que el matrimonio no se recompone. Aunque hay que decir que Kathy y Harry (tales son sus nombres) nunca dejaron de ser marido y mujer, puesto que nunca se divorciaron legalmente. Entonces, ¿qué vuelco del destino les empuja a reiniciar el contacto entre ambos? Un texto único que, además de su interés narrativo, encierra reflexiones (en este caso de Harry) que obligan al lector a levantar la vista del libro y suspirar:

Yo nací muerto, me repito sin parar. Todo el mundo está muerto, me respondo. Lo están todos, sostengo, pero algunos de ellos nunca llegan a saberlo como yo, y es una vergüenza que no haya llegado a saberlo hasta el final, cuando menos puedo hacer al respecto, y cuando es terriblemente tarde para sacar de ello nada salvo males.

Soy un gran lector de Impedimenta. Puedo decir que incluso un gran admirador (¿quién se resiste a sus magníficas ediciones y a los autores que de vez en cuando nos da a conocer?). Y reconozco que, junto a La muerte del corazón (Elizabeth Bowen, que también reseñé en Factor Crítico), La soledad del corredor de fondo es quizás el libro que más me ha impresionado por el desgarro y sinceridad de la literatura de Sillitoe, que no duda en hablar de profesores corrompidos, de leyes injustas, de las condiciones de los trabajadores frente a un capitalismo aún incipiente, de relaciones de difícil clasificación, etc.

Un clásico contemporáneo con las armas de un escritor crítico y en absoluto resignado (pluma, mala leche y talento), aunque también, al fin y al cabo, convencido de «la vacuidad del mundo», como escribe en otro de los relatos del libro, «Tío Ernest».

Por Carlos Javier González Serrano