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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«El abrigo de Proust», de Lorenza Foschini

Dice la edición de El abrigo de Proust que este libro es el recuento de una obsesión literaria. Y asiento porque con eso me identifico. Es cierto que no con Proust, pero sí con Virginia Woolf.

Sé de qué trata una obsesión por un escritor al que nunca conocimos; sé lo que se siente al terminar un libro maravilloso y querer degustar y devorar (al más puro estilo de Firmin, de Sam Savage) todo lo que él/ella haya escrito. Sé lo que se siente cuando estás frente a un par de muebles que pertenecieron a la habitación del susodicho, cuando se contempla un manuscrito, cuando se está frente a la casa donde vivió, comió, bebió, sonrió, lloró y, quizás, murió. Sé cómo se revuelve el cuerpo y las entrañas cuando descubrimos algo, tangible o no, de nuestra obsesión literaria. Sé lo que es estar de pie frente al pasado mientras se intenta sobrevivir en el presente; cuando son esos libros, los que nunca queremos dejar atrás, los que nos mantienen sobre la tierra.

Se levantó y abandonó la sala sin poder creer lo que había oído, mientras pensaba que el hombre no necesita declarar ninguna
guerra o revolución para destruir las cosas valiosas que le rodean. Son los herederos, las familias, reflexionaba desconsolado, quienes se arrogan el derecho de cancelar las
más preciosas huellas y testimonios de sus antepasados.

A Jacques Guérin lo entiendo a la perfección. Si yo tuviese el dinero que él tenía (magnate parisino de los perfumes) haría exactamente lo mismo que hizo él: rescatar del olvido pertenencias, manuscritos, inéditos, borradores, primeras ediciones, cartas, facturas, lo que sea a fin de cuentas, de algunos de los más representativos escritores de mi época. Él lo hizo con la suya. Conservó, con mucho celo y a golpe de negación, joyas literarias que pertenecieron a Baudelaire, Apollinaire, Picasso, Victor Hugo, Cocteau, Genet o Rimbaud. Por encima de todos ellos, su mayor obsesión, su Dios: Marcel Proust. Pocos años antes de morir, en el 2000, Guérin ya había vendido y donado parte de lo que por años le había pertenecido. Guérin había sido caballero y soldado de un castillo que guardaba una parte importantísima de la historia de la literatura francesa. Custodió, como si de sus propios hijos y amores se tratase, la bendición del genio. Un hombre de posibles que salvó de la quema (literalmente) algunos de los objetos que hoy pueden contemplarse en el Museo Carnavalet, en París, y que pertenecieron a Marcel Proust. La historia de Guérin parece una historia más de ficción, pero la realidad la superó con creces. Es una historia llena de amor y respeto por la literatura, una búsqueda constante de esa primera sensación que se experimenta cuando nos sabemos ante algo grandioso pero fugaz; así como en el amor siempre buscamos esos primeros días y semanas, esas mariposas en el estómago, Guérin siempre busco el temblor en la sangre del descubrimiento de algo que marcaría un antes y un después en su vida. Guérin se recorría anticuarios, librerías de viejo, contactaba con gente y asistía a los funerales de conocidos de Proust para poder acceder a una parte de la sociedad que aún le era esquiva. Y así se hizo con una colección que no hay, ni habrá, fortuna que la pueda pagar. Cuesta creer que años después Jacques fuese capaz de desprenderse poco a poco de todo aquello que tanta felicidad le había regalado. Pero, como él mismo dijo, «Mi colección es como un globo aerostático. Los años pasan y yo me elevo hacia el cielo.» Cuando Guérin decidió vender parte de su colección debía saber que vendía parte de sí mismo, parte de lo que había sido o, quizás, de lo que siempre quiso pero nunca llegó a ser. Quizás la obsesión lo había devorado, es uno de sus riesgos, al fin y al cabo. Sea como fuere, Guérin, en estado consciente, puso punto final a su particular búsqueda del Grial. Lo había conseguido todo. Su misión, parecía, había terminado. Y tras de sí, el abrigo de Proust, que era como un zumbido que nunca dejó de escuchar. El abrigo con el que Proust escribió su obra maestra. «Cautivo en aquella caja, el abrigo forjaba una alucinación», escribe Hugo Beccacece en el postfacio.

–Pero, dígame, señora, su cuñado era un genio. ¿Es posible que nunca haya sentido el deseo de leer sus novelas?

Y Marthe, con el tono seco y decidido de la burguesa bien educada que no duda de su lugar en el mundo, le respondió con voz estridente:

–¡Pero por favor, señor Guérin! ¡En esos libros sólo escribió mentiras!

El abrigo de Proust ha significado no sólo conocer una historia apasionante sino sentirme identificada con ella; identificada con la entrega por la obsesión literaria, por la entrega en la literatura, por la entrega en la búsqueda de ese aleteo en nuestras entrañas al contemplar la caligrafía de nuestro Dios particular, sus sábanas, su cama, su mesa de escritura, sus gafas, sus cigarros. Su abrigo. Lorenza Foschini ha escrito una crónica en la que todos los lectores obsesionados con un escritor o escritora querríamos ser protagonistas. Por el sueño, por la salvación, por la dedicación. Por «el ronroneo en la sangre», como diría mi obsesión particular, que es Virginia.

Recojo las últimas palabras del postfacio de Hugo Beccacece y que dan sentido a toda esta historia (la de Guérin y la nuestra propia):

«La obsesión de Guérin es casi una fábula que nos permite comprender cómo cada uno de nosotros, aferrado a sus propios fetiches, se da valor
para avanzar, abrigado por un espejismo, hacia la oscuridad.»

Por Ainize Salaberri