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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Entre la tradición y la modernidad en la Florencia de posguerra

«Sentí que el mundo del que habla 84 Charing Cross Road estaba sorprendentemente cerca de mis obsesiones: el paisaje de los sentimientos ocultos, el amor como proyección de las cosas que no se dicen porque no necesitan decirse, de la soledad como vocación».

Así se expresaba Isabel Coixet cuando presentaba en el marco del XIII Festival Internacional de Teatro Temporada Alta de Salt (localidad limítrofe con Girona) su adaptación escénica de la novela breve 84 Charing Cross Road, uno de los referentes literarios inexcusables de La librería (1978), escrita por Penelope Fitzgerald (1916-2000), de cuya traslación —esta vez al celuloide— se ocupará la propia realizadora catalana en los próximos meses. Presumiblemente, para un sector del público familiarizado con la obra de Coixet, La librería en su derivada cinematográfica sirva de puerta de entrada al conocimiento de la producción literaria de Fitzgerald. Llegados a este punto, Impedimenta ofrece un muestrario significativo de la misma a través de las traducciones de, amén de la susodicha La librería, El inicio de la primavera (2011) e Inocencia (2013). A buen seguro, esta prospección de Enrique Redel por el mundo literario anglosajón a la búsqueda de autores y autoras susceptibles de ser (rei)vindicados por el lector de habla hispana, llevará a Penelope Fitzgerald a situarla en el espacio de las damas de mayor aceptación entre los lectores que precisan el amparo de textos de exquisita finura estilística y que no renuncien a temas universales, condición sine qua non para ser degustados en plena modernidad del siglo XXI.
Perteneciente a una estirpe de prohombres del mundo de la cultura y de las artes en general, inequívocamente Penelope Knox parecía destinada a seguir los pasos de una tradición familiar esquiva a una realidad operada fuera de las coordenadas de lo recurrente en la existencia que embarga al común de los mortales. El viaje formaría parte de ese «plan de vida» diseñado por y para Penelope Knox, y con ello el mapa literario se desplegaría más allá de los confines de su Inglaterra natal. La novela que nos ocupa, Inocencia (1986), fue abordada por Penelope Fitzgerald —adoptando el apellido de su marido, un oficial irlandés fallecido al poco que contraer matrimonio— al filo de cumplir su setenta aniversario, fruto de su entrada en contacto con la Italia de postguerra. Seducida por ese universo donde confluían temáticas que enriquecieran el sustrato literario con el que partía, Fitzgerald abogaría para su primera novela en que su propia persona quedaba excluida de las tramas por armar, un conjunto de situaciones comprometidas con la idiosincrasia del país transalpino. En prácticamente ninguno de los episodios de Inocencia, tenemos la percepción que Fitzgerald sea una escritora británica que vuela sobre el relato sin quedar adherida a la superficie de un mundo que evoluciona hacia un cambio de estatus social, político, financiero y cultural. Producto de la influencia ejercida por la literatura de Sir Walter Scott, Fitzgerald mezcla personajes reales — el político Antonio Gramschi (1891-1937)— y ficticios al servicio de una obra que se postula en sus «acertijos» en torno al amor conforme a una comedia shakespeariana —en especial Mucho ruido y pocas nueces— por encima inclusive de las tibias analogías que se intuyen «entre líneas» con respecto al legado literario de Jane Austen. Su «alineamiento» con el patrimonio creativo de William Shakespeare crece al albur de una composición literaria basada en una profusión de diálogos de una punzante ironía y armoniosa delicadeza, al margen de un manto visionario-profético que se extiende sobre algunas de las reflexiones brindadas por sus personajes principales y secundarios. Mas, algunos de éstos parecen nacer al dictado de la realidad de nuestros días en el contexto de un viejo continente que va a la deriva —expresión que casa precisamente con otro de los títulos de Fitzgerald, merecedor del Booker Prize que se le había resistido un año antes con La librería—, como se desprendre de las siguientes líneas de diálogo brindadas a renglón seguido de las dudas que se ciernen sobre el cirujano Salvatore Rossi al unir su futuro sentimental con Chiara Ridolfi, de linaje aristrocrático, educada en colegios ingleses:

— «No pierdas la esperanza —dijo Cesare—. Según mis cálculos, dentro de veinte años el divorcio será legal en Italia.
— ¿Según qué calculos?
— Cuando la Comunidad Europea se ponga en marcha, tendremos que unirnos a ella para poder vender nuestro vino, aunque a Alemania le parezca mal y se ponga en contra. En cuanto nos unamos a ellos en una cosa, tendremos que unirnos en todas».

Lejos de demostrar con semejante diálogo animadversión para con el país teutón, la escritora inglesa volvería a «sumergirse» en otro espacio ajeno al de su país de origen para la construcción de la novela La flor azul (1995) —como apunta Terence Dooley en el epílogo titulado «Amena Stanza», derivado de una «transmutación» de un proyecto abortado que se localizaría igualmente en Florencia y que iba a desarrollar el tema del simbolismo de las flores en el arte sagrado primitivo—, que con toda probabilidad el sello Impedimenta tiene en su agenda para encontrar acomodo, en un futuro más o menos cercano, en su particular «Biblioteca Penelope Fitzgerald». De esta forma, Johann Wolfgang Von Goethe o Friedrich Von Schlegel, en su calidad de figuras extraídas de la realidad, se colarán en la más que presumible traducción de una ficción literaria más que pertinente en la idea, cuando no convicción, que su autora sigue siendo merecedora de la atención de lectores inasequibles al desaliento de viajar a través de las páginas de novelas bañadas por la luz solar en los periodos estivales. Una estación especialmente indicada para este tipo de ejercicios que comprometen más a la intuición que al deber, al placer que a la necesidad. En esta tesitura, Impedimenta nos abre, pues, nuevamente una ventana al saber de la obra de una escritora de tardía dedicación pero que empezó en su juventud a forjar los mimbres de un pensamiento inequívocamente avanzado a su tiempo desde la perspectiva de una mujer, en la senda de sus compatriotas Naomi Mitchinson o Stella Gibbons.

Por Christian Aguilera.