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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Escenas de interior

Nadie ignora que Edith Wharton fue discípula devota y fiel admiradora de Henry James. Así lo testimonian las páginas que le dedicó al autor; y así se desprende de su obra.

No obstante, el ordenado psicologismo del maestro, al que no fue ajeno el corpus científico de su hermano mayor, el psicólogo William James, se transforma en la Wharton en una suerte de impresionismo, donde la inmovilidad de las figuras no impide -al contrario-, el centelleo nervioso y la íntima vibración de los protagonistas. Buen ejemplo de ello es la nouvelle que ahora glosamos, y cuyo magnetismo reside, como en gran parte de la tradición anglosajona, de la que Borges fue legatario penúltimo y príncipe indiscutido, en todo aquello que no se nombra, que no se dice, y sin embargo abrasa y desfigura a los personajes sin mostrar su fuego.

Tiene razón Lale González-Cotta cuando en su epílogo señala la condición de Wharton como mujer inconformista, de extraordinaria valentía. La solterona, es el drama de una madre soltera en el viejo Nueva York de las grandes familias, de los linajes acaudalados de la Protesta, herederos de aquel Peter Stuyvesant que holló por primera vez Manhattan, quien acucia al lector con una creciente angustia. Dicha angustia, en cualquier caso, no brota de una compasión expresa. Es la economía de medios, más la suntuosa descripción de un mundo cerrado y opalino, quien al cabo oprime nuestro ánimo. Freud, más moderno, más terrible y exacto que el hermano de James, hubiera hablado de represión e histeria; hubiera acudido al infortunio para describir la frágil crucería anímica de Charlotte Lovell. Sin embargo, esta mujer severa y compungida se parece demasiado a nosotros. En buena medida, la biografía de un hombre se halla compuesta de renuncias. Y el dolor es el fiel que mide nuestros actos.

Por Manuel Gregorio González