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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

El amante de hormigón

La presente obra no sólo supone un denodado trabajo de documentación, sino también un alarde de ficción que gana interés al rebasar cada página. Una empresa híbrida que no está al alcance de cualquier pluma.

Frank Lloyd Wright diseñó algunos de los más bellos, rotundos y temerarios edificios del pasado siglo, como la famosa Casa de la Cascada– «ecológica», delirante y con una estructura capaz de soportar un terremoto de gran magnitud– o el revolucionario Museo Guggenheim de Nueva York… Pero, ya en vida, su notoriedad como mujeriego superó con creces su fama como artista. Por tanto, no era de extrañar que un «enfant terrible» de las cuasibiografías como Boyle, terminara haciéndole protagonista de estas páginas, a la manera en que se afanó con las existencias de otros visionarios y excéntricos estadounidenses como John Harvey Kellogg, inventor del copo de maíz, o Alfred Kinsey, pionero de la libertad sexual. Una reveladora declaración de intenciones del padre del estilo Prairie abre el volumen: «Temprano en la vida tuve que elegir entre la arrogancia honesta y la humildad hipócrita, yo elegí la arrogancia». Como si vaticinara su biografía póstuma, Wright se encargó de hacer los deberes para suministrar de suculento material a su biógrafo: romances escandalosos, turbias tragedias, declaraciones conativas. No somos inocentes y debemos elegir en cada momento… Pero tal máxima debió ser desoída por el hombre para quien forma y función eran una sola cosa cuando dejó tanto material al albur de una pluma ácida como la de Boyle.

Un ego avasallante

Desde la perspectiva de las mujeres que en algún momento fueron esposas o amantes del genio de las estructuras, recorreremos su mundo emocional. La primera en tomar la palabra es la tercera y última, Olgivanna (Olga Ivanovna), una joven bailarina serbia, mucho menor que él y discípula de Gurdjieff, el maestro espiritual greco-armenio. Continúa con su anterior relación, Miriam –con mucho, el personaje más interesante aunque su extremismo emocional se torne en agotador,– una «socialité», aficionada a la morfina y de carácter explosivo a quien conoció después de su amante Mamah –Martha Borthwick– y le sirvió de consuelo, ya que ésta había muerto con sus dos hijos en un trágico incendio, en una de las casas-santuarios construidas por él en Wisconsin… Pero antes de Miriam y de la amante calcinada, Wright se había casado con Kitty (Catherine Tobin), esposa abnegada y la madre de sus seis hijos…. Lo atrayente de estas páginas pasa por comprobar que estas mujeres, que no llegaron a conocerse entre ellas poseían un común comportamiento de abnegación y sometimiento que las condujo, incluso, a la anulación de sus personalidades. Avasalladas por el monstruoso ego del maestro de las formas y los volúmenes –una suerte de «Barbazul» que, si bien no las asesinaba, sí aniquilaba cualquier vestigio de dignidad– se avenían a verse convertidas en amas de llaves o meras guardianas de sus posesiones, sin derecho a voz ni voto. El encantador hombre del principio, toda vez que las seducía, pasaba del sublime enamoramiento a la gélida indiferencia. Aunque cada una en su estilo resulta memorable, sin duda Miriam (Maude Noel) le roba el show al constructor del Edificio Larkin, arrancando su ropa, atacándole, blandiendo un arma de fuego, arrojando platos de la cena por el césped. No en vano su devoción por Wrigth mutó en obsesión destructiva cuando él la rechazó al año de su matrimonio… Eleanora Roosevelt recordaba: «Nadie puede tratarme como un ser inferior sin mi permiso», pero lo doloroso de cada una de estas mujeres que acompañó un tramo del camino al arquitecto es que fueron aplastadas con su absoluto consentimiento.

En sus casas, que de todo punto era imposible considerar hogares pues carecían de cualquier elemento cálido o funcional, estaban terminantemente prohibidas las cortinas, los cuadros o cualquier otro objeto que no fuera elegido previamente por el arquitecto. Su narcisismo era tal, que anteponía su sentido estético a las necesidades básicas de una familia en detalles tan simples (y necesarios) como un sistema de calefacción o de electricidad adecuados. Wright concatena amantes, pero, en lo más íntimo de su ser, solo se ama a sí mismo y, únicamente, a sus deseos y necesidades atiende. Lo que no termina el lector de comprender es porqué sucesivas mujeres inteligentes, atractivas, profesionales y con un mundo interior propio terminan aceptando la cosificación y anulación por parte del hombre que amaban…., porque el gran genio indiscutible, el artista reverenciado, el intelectual comprometido, tocó la gloria, pero apenas rozó el amor».

La presente obra no sólo supone un denodado trabajo de documentación, sino también un alarde de ficción que gana interés al rebasar cada página. Una empresa híbrida que no está al alcance de cualquier pluma. Para mayor calambur, el narrador resulta ser Tadashi Sato, un aprendiz del arquitecto durante su matrimonio con Olga. Un japonés occidentalizado, hiper-educado, que supone un vehículo solvente para la narración de Boyle, ya que es el contrapunto ideal para el «chico de campo» que Wright era pese a su barniz artístico…. Pero, al tiempo, hay momentos en que domeñar el estilo a la manera del nipón hace que la obraincurra en el tedio y la peligrosa reiteración. Esta voz interpuesta, además, le da al autor el salvoconducto para añadir notas sin fin, muchas de las cuales en nada colaboran con el transcurso de la historia y en cambio sí la sobrecargan de detalles prescindibles. No obstante, TC Boyle dice que él es un artista y que su arte es para el entretenimiento y no le falta razón. El libro atraviesa romances escandalosos, tragedias íntimas, miserias cotidianas, levantados como una estructura pétrea sobre un ramillete de personajes indelebles.

Algunos críticos han comparado a Boyle con Pynchon, García Márquez o Twain… Pero es exageración hiperbólica. Cierto es que el estilo de este grafomaníaco compulsivo –12 novelas, 8 colecciones de cuentos y 20 libros en 30 años– prueba que puede hacer casi cualquier cosa… Pero no le convierte en el nuevo Faulkner. No es generoso, ni condescendiente, ni cae en la hagiografía. Sí resulta mordaz y exhaustivo, pero le queda mucho estilo por pulir, alguna reiteración que limar y mutar su agotador aliento narrativo en estimulante prosa proteínica. El libro es alimenticio, sin duda, pero en los cimientos de esta arquitectura ficticia fallan algunos elementos hasta el punto de dejar este proyecto en un edificio poco estable.

Escrito por Ángeles López.