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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Los árboles mueren de pie

Considerado uno de los mejores escritores ingleses de la segunda mitad del siglo XIX, la actualidad de Thomas Hardy está sin embargo lejos del clasicismo. Si su osada novela Tess había conmovido al público de los ’70 con la versión cinematográfica de Roman Polanski, en los últimos tiempos apareció como la inspiradora del fenómeno global de Cincuenta sombras de Grey.

Escritor enfrentado a la moral victoriana y a toda forma de represión, la publicación por primera vez en castellano de Los habitantes del bosque permite apreciarlo en su faceta más madura, prefigurando varios aspectos del freudismo, sobre todo en cuanto a la capacidad de penetración en la conciencia femenina.
A los 8 años, Thomas Hardy lee a Virgilio y camina 5 kilómetros hasta el pueblo más cercano para estudiar latín, francés y alemán. Su madre es cocinera y una gran lectora; su padre, albañil y violinista. A los 17, escribe sus primeras poesías y es un autodidacta: lee concienzudamente –Herbert Spencer, Shelley, Browning– estudia filosofía, ciencia y religión. Trabaja como restaurador y ayudante de arquitecto, pero tiene un sueño: ser escritor.

Thomas Hardy (Dorset, 1840-1928) es uno de los mejores novelistas ingleses del siglo XIX. Y quien no sólo desafía la normativa victoriana y desenmascara su hipocresía con el tratamiento de los temas, sino que a nivel formal y de tratamiento del lenguaje abre paso a la vuelta de tuerca definitiva que va a darle unos años más tarde Henry James a la narrativa contemporánea: que el autor no meta la nariz, que el lector complete la historia. Remedios desesperados (1871), Unos ojos azules (1873), El regreso del nativo (1878), Las pequeñas ironías de la vida (1884) El alcalde de Casterbridge (1886), son algunas de las novelas de Hardy. Y no es todo: perseguido y tildado de inmoral y obsceno, su última novela, Jude el oscuro (1895), fue prendida fuego por el obispo de Wakefield. Como consecuencia de este hecho, sumado a la melancolía por la muerte de Ema, su mujer por cuarenta años (más tarde se casará con su secretaria), Hardy deja de escribir novelas y se pasa a la poesía. Algún ingenuo podría interpretar esto como una suerte de exilio voluntario (se compara su persecución con la que sufriera Oscar Wilde). Pero puede ser suficiente con leer algunos de sus poemas para saber que Hardy sólo cambió el ángulo desde donde apuntar al blanco. Su obra poética resulta visionaria y punzante. Escribió sobre la Primera Guerra Mundial desde el punto de vista de los soldados con una voz coloquial que llamaba la atención en aquel entonces. Trabajaba temas actuales y tangibles, por ejemplo, en el poema “Convergencia de dos”, sobre el naufragio del Titanic, parece hablar del hundimiento del barco cuando lo que se viene abajo, a ojos de Hardy, es el progreso y con él, ciertas libertades del hombre. Poemas de Wessex (1898), Poemas del pasado y presente (1901), y el más famoso y dedicado a su mujer, Lo que queda de una vieja llama (1912) son los tres volúmenes que compilan parte de sus 800 poemas. Admirado por W. H. Auden y Robert Frost, Ezra Pound dijo de su obra poética: “Aquí está la cosecha de haber escrito primero veinte novelas”.

MUJERES ACECHADAS

Es para celebrar entonces que semejante autor llegue hoy a un círculo de lectores más amplio tras la mundial reaparición de Tess, la de los D’Urberville, editada recientemente en castellano con una faja en la portada que grita a los cuatro vientos que Tess inspiró a E. L. James para escribir sus Cincuenta sombras de Grey. De hecho, le dedica uno de los primeros pasajes de su novela: Christian, el protagonista masculino, le regala a Ana Steele, la chica, una primera edición de la novela de Hardy. Lo cierto es que mucho antes de la publicación de Cincuenta sombras…, Tess ya era la obra más popular de Hardy. En una encuesta llevada a cabo en 2003 por la BBC en el Reino Unido, donde se recibieron más de 750.000 votos de los británicos para encontrar la novela más querida del país de todos los tiempos, quedó en el puesto 26 entre 200 elegidas.

¿Qué es lo que hace a esta obra un clásico y a la vez una historia popular? Como en casi todas las novelas de Hardy –se lo podría considerar un sello– en la primera escena aparece algo tangencial: un hombre del pueblo pasea con su caballo. De casualidad se encuentra con el padre de Tess, un campesino que se pasa la mayor parte del tiempo borracho. Ahí nomás este hombre le hace una revelación: su apellido (el del padre de Tess) “Durbeyfield”, es en realidad una deformación de “D’Urberville”, el de una familia noble normanda que en ese momento está extinguida. Esto vuelve loco al padre de Tess, que vislumbra la posibilidad de “salvarse” buscando a los familiares ricos. Allí va Tess, la hija mayor, una adolescente (casi una niña). Pero Tess no es una chica común y no sólo por su belleza. Despierta, comprende de antemano que su padre la está enviando al infierno. El niño rico hijo de la señora D’Urberville (que en realidad tiene ese apellido porque su marido lo compró, es decir, tampoco son nobles) termina abusando de Tess. Esa escena –que en la versión que filmará Polanski a fines de los años ’70, con Nastassja Kinski. se ve apenas como un forcejeo en medio de la bruma del bosque– es la que desata el escándalo en la época de Hardy. Y también la que deja una marca en esta mujer que la sociedad no perdonará: ella queda embarazada, su hijo vive apenas unos días y muere. De hecho, la primera versión de Tess, que sale en formato de folletín, aparece con censura. Cuando finalmente se edita el libro, Hardy le agrega al título un subtítulo más que elocuente, “una mujer pura presentada fielmente” y en el prefacio escribe una frase tomada de San Jerónimo: “Si la verdad ofende, es mejor que ofenda pero que no se oculte la verdad”. También parecen estar dedicadas a su propio personaje, las palabras que toma de Shakespeare en Los dos hidalgos de Verona: “¡Pobre nombre herido! ¡Mi pecho es como una cama/ Te alojará.”

Al igual que Tess, también Lejos del mundanal ruido (1874) es la historia de una mujer y es llevada al cine. Tuvo dos versiones mudas, en 1909 y 1915, que Hardy alcanzó a ver, hasta la imperdible versión de 1967, con Julie Christie, a la que se sumará el año que viene una protagonizada por Tom Sturridge, el mismo de On the road. En Lejos del mundanal ruido, Bathsheba, dueña de su granja y mandamás de los hombres que trabajan para ella, tiene características impensables para la época: es amigable con sus trabajadores, sabe quién es cada uno y es sensible a sus destinos. “¿Por qué su madre lo llamó Caín?”, le dice una Bathsheba visiblemente conmovida a uno de ellos mientras les da en mano la paga del mes; Caín es un hombre feo y gastado por trabajar a la intemperie, cuya madre parece haberse confundido cuando quiso llamarlo Abel. Por otra parte, el comienzo de Lejos del mundanal ruido probablemente hoy sería calificado de vanguardia: sólo con el sonido del viento detrás y bajo un cielo plomizo, el perro de Gabriel –el enamorado de Bathsheba– ladra sin parar. Gabriel es pastor y trabajó duro para tener sus propias ovejas. Recién está amaneciendo, así que Gabriel duerme. El perro ladra cada vez más, sin parar. Las ovejas se desesperan, rompen el cerco que las protege y escapan. Corren en dirección a los acantilados. Gabriel llega para verlas caer como moscas desde lo alto y estrellarse contra las rocas. Vistas desde arriba, las ovejas son como figuras dibujadas en la arena.

DE BUENA MADERA

Lo cierto es que todos los caminos conducen a Hardy. Aunque es interesante el que propone la editorial Impedimenta, con la edición en castellano de Los habitantes del bosque (1887), la novela más moderna de Hardy, madura y a la vez contenida en cuanto a provocación moral.

Los habitantes del bosque trascurre en Wessex, esa geografía cerrada que inventó Hardy, a partir de su Dorset natal, para contar sus historias. Un fondo que logra proyectar con más claridad y con más fuerza, el mundo. Ahí están todos: campesinos, comerciantes y aristócratas. “¡Tan rica y tan poderosa, y aun así bosteza! Entonces su situación no es mucho mejor que la nuestra”, dice la criada viendo cómo abre la boca la señora de la casa. El tedio emparienta a las clases sociales que buscan cada una poner el pie en la de arriba. La trama central de la novela gira –esta vez– en torno de Grace, la hija de Melbury, un comerciante de maderas que se ocupa de tirar abajo árboles para convertirlos en vigas. Grace estaba destinada a casarse con Giles para saldar una vieja deuda de Melbury con el padre de Giles. Una deuda que en verdad existe más en la conciencia del hombre que en su bolsillo, curiosa manera de ensamblar lo material y algo tortuoso del espíritu, que tiñe gran parte de las numerosas subtramas del libro. Pero como sucede en cada una de las novelas de Hardy, las personas toman decisiones que terminan dejándolas contra las cuerdas. Melbury trabajó duro para enviar a su hija a estudiar en los mejores colegios. Así que cuando Grace regresa, instruida y refinada, no encaja en la vida de pueblo y Giles –su prometido– le queda chico, lejos. Así es que termina envuelta con el médico y aristócrata Fitpierzs, un recién llegado al pueblo, al comienzo héroe romántico distante; poco a poco, cuando la lente del escritor se aproxime, se le verán los defectos, bastante prominentes: su debilidad, sobre todo con el sexo débil, los claroscuros de su forma de ser. A su vez, el verdadero amor de Fitpierzs es una señora de clase alta pero mayor que él (la señora que se llevará en su postizo lo mejor de la cabellera de una joven en el comienzo de la novela).

Hardy juega magistralmente a armar rompecabezas con las miserias de la época. La excusa son los triángulos amorosos. Sin embargo, así como hará con el hundimiento del Titanic, esta comunidad del bosque es el botón de muestra de una sociedad fuertemente desgastada desde sus cimientos, como si tuviera un defecto inicial, mal construida. El matrimonio aparece en primer plano, como uno de los principales responsables. “Conocí a una pareja… Por Dios, ya que estamos entre conocidos no me importa admitir que son familiares míos… Una pareja capaz de pasar una hora de trifulca sofocante, en la que uno podía oír cómo el atizador, las tenazas, el fuelle y el calentador de la cama volaban por la casa según los altibajos de las represalias, pero que a la hora siguiente estaba cantando a dúo ‘La vaca pía’, tan pacíficos como dos gemelos santos.” La ironía y el humor Hardy los utiliza como guadaña para desmalezar, y dejar al descubierto lo peor de ser seres civilizados.

La novela arranca con una historia secundaria, una rama que se irá aproximando al tronco. Una chica, hija de un trabajador del bosque que ha enfermado severamente de los nervios y teme que los árboles lo ataquen, recibe una oferta suculenta del barbero del pueblo. Pero la propuesta supone una verdadera vulneración de su cuerpo, de su belleza y su psiquis. ¿Esa chica debe vender su pelo castaño y abundante para que la señora dueña de las tierras y de la casa donde ella vive con su padre enfermo se haga un postizo? La bolsa o la vida. Hardy saca a sus personajes a caminar por el bosque. Tienen que tomar una decisión. Mientras, como un navegante con su barco, Hardy pone el bosque a favor suyo, capitanea y dirige el timón según lo necesite para dar luz, o para resaltar lo negro de las almas de sus personajes: “La oscuridad se hizo más densa. Las voces del viento crecieron más y más, aún no había aparecido ante ella ningún lugar reconocible ni ninguna salida”.

Kipling –a quien Hardy admiraba y cita varias veces en la novela– recomendaba a quienes querían escribir, “no echar a los pobres de su puerta”. Unos años después, Flannery O’Connor escribirá un ensayo entero sobre esa frase de Kipling: “La pobreza que le preocupa al escritor es una pobreza fundamental para el hombre. Aquella que representa la experiencia de la limitación humana”.

Cuando Thomas Hardy envió sus primeras novelas a las editoriales, fueron rechazadas entre otras cosas por “el tratamiento de la clase obrera sin sentimentalismos” y “la falta de caracteres de nobleza que hace que sea poco interesante”. Aunque pasaba tiempo en Londres frecuentando círculos intelectuales, Hardy siempre volvía al pueblo, a la casa que se había construido para él en Max Gate, cerca de donde había nacido, y que hoy sigue siendo uno de los condados más pobres y atrasados de Inglaterra. Falleció en esa misma casa, lúcido, escribiendo poemas prácticamente hasta el último día. Lo curioso es que (al igual que Shelley, su poeta admirado) al morir, alguien se lleva su corazón. Su cuerpo queda en el Rincón de los Poetas en la abadía de Westminster, mientras que su corazón es enterrado en Stinsford junto a Ema, su primera esposa, a pesar de que, al morir, Hardy estaba casado con Florence Emily Dugdale, la misma que de manera póstuma completó y publicó en 1928 las memorias de Hardy como su biografía, editada en 1984 como The Life and Work of Thomas Hardy, por Michael Millgate. Sin embargo, pese a tener una relación de idas y vueltas, Ema había sido quien lo alentara, luego del éxito de Lejos del mundanal ruido, a dejar definitivamente la arquitectura y dedicarse a escribir. También Ema fue quien llevó un diario que Hardy leyó después de su muerte. No lo dejaba bien parado: era muy retraído, escuchaba radio y se dedicaba más a su perro que a ella. Encima, la mayor parte del tiempo se encerraba a escribir.

“¡Dios no quiera que una babosa viva sea vista en un plato!” Irónica, la cocinera de Los habitantes del bosque se ríe frente a la cara de desesperación de su señor, que invitó a comer a los padres de su novia –más arriba en su escala social– para pedir su mano. Esa babosa en el plato está a punto de echar todo a perder. Cuando el escritor Rider Haggard perdió a su hijo de 10 años, Hardy le envió una carta: “Para ser sincero, creo que la muerte de un niño no debería lamentarse cuando uno piensa de lo que ha escapado”. Esa visión oscura del mundo hizo de Hardy un iluminado: “El pesimismo es un juego seguro. Así no puedes perder nunca, sólo puedes ganar. Es el único punto de vista desde el que nunca te sentirás decepcionado”.

Por Laura Galarza