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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

El hueco de un pajarito

Impedimenta rescata la polémica aproximación a Diego Rivera de Elena Poniatowska, una magistral tentativa del dolor provocado por la ausencia.

Una de las consecuencias felices de que a Elena Poniatowska (París, 1932) le concedan el Premio Cervantes es que a la editorial Impedimenta se le ocurre rescatar Querido Diego, te abraza Quiela, novela breve (si es que realmente el género se ajusta al título, y viceversa: más apropiado resultaría hablar de crónica, de biografía, de poesía, de compendio epistolar; vaya usted a saber) publicada originalmente en 1978. Veintitrés años antes de Leonora, su último libro, aparecido en 2011 y ganador del Premio Biblioteca Breve, Poniatowska ya había bordado una mirada sobresaliente al arte en clave femenina y desde un personaje extraído de eso que llaman realidad. Y sin embargo, tal vez no podamos hablar de dos mujeres más distintas, al menos en apariencia. Leonora Carrington representa el Big Bang, la negación del sometimiento, la manifestación del talento en la expresión más abultada del genio. La Quiela que puebla las páginas de este librito parece un revelado en negativo de la anterior: todo lo que la define es la ausencia del hombre al que ama. Quiela es un vacío, un hueco, una asignación al no ser: nada en ella en es, cierto, en la medida en que lo único que puede desear le ha sido arrebatado. Sí, al lector más avispado no le resultarán extraños algunos referentes grecolatinos, de Hera a Medea. Pero conviene recordar que, si bien Querido Diego, te abraza Quiela significó el primer éxito internacional de Poniatowska, el mismo libro puso en su contra a buena parte de la sociedad mexicana, tanto a quienes veneraban aún a finales de los 70 a Diego Rivera (tótem patrio intocable) como a los colectivos feministas que precisamente entonces luchaban por desligar la proyección de la mujer de la del varón.

La Quiela que escribe las doce cartas recogidas en el libro es Angelina Beloff, pintora rusa exiliada en París y primera esposa de Diego Rivera, con quien convivió en la capital francesa durante diez años. Las doce misivas están fechadas entre octubre de 1921 y julio de 1922. Cuando Quiela escribe su primera la primera carta, Rivera ya la ha abandonado y ha regresado a México. La protagonista, derramada en una primera persona de altísima hondura confesional, mantiene intacto su amor por Rivera. Pero se trata de un amor no correspondido: el muralista le envía periódicamente una asignación económica sin muestra alguna de afecto, apenas un «espero que estés bien» a la que Quiela se agarra como a un clavo ardiendo, finalmente fútil y agotado. Esta situación se prolonga durante las once piezas restantes como un veneno que va surtiendo su efecto, agravado a cada página. Quiela sueña con el regreso de Diego, o ni siquiera eso: como en el Evangelio, una palabra suya, una sola, habría bastado para sanarla. Pero hasta esta palabra le es negada. Quiela sabe de rumores que hablan de un nuevo amor de Rivera en México, nunca nombrado. Y en una situación de dependencia atroz lo ignora, lo comprende, lo perdona, lo acepta. En cada línea pesa el recuerdo del hijo muerto, Diego, fallecido poco después de nacer. Quiela reprocha a Rivera que le negara otro hijo mientras conoce la existencia de otros vástagos del pintor, no reconocidos, o sí al final, no como escarnio sino como desconsuelo: la mujer que escribe comprueba cómo a otras les es concedido con suma facilidad lo que ella reclama con el silencio por respuesta. Querido Diego, te abraza Quiela es una obra sobre el amor, pero no sobre el amor que es ciego, sino sobre el que ciega: el más funesto, el más terrible y, tal vez, el más humano.

Elena Poniatowska brinda así al lector el descenso al infierno de una mujer que ama. Y lo hace construyendo una asombrosa definición de la ausencia, escribiendo sobre el vacío a través de su afirmación (y la consecuente negación de quien sí habita, realmente, lo escrito). En tan pequeña sacudida de páginas, Poniatowska se asoma a las miserias del corazón, allí donde el sentimiento es contrario a la vida. Y lo hace sin ahorrar malos tragos, de manera directa, con todas las consecuencias. Querido Diego, te abraza Quiela no pide la comprensión de quien se asoma, sino su compañía: como si la propia Quiela reclamara, todavía, desde qué posible limbo entre la existencia y la literatura, la cercanía de quien accede al libro. Lo más significativo, no obstante, es la mansedumbre: Poniatowska no da alas a la tragedia, no hay aquí sangre derramada, ni alcohol a espuertas, ni grandilocuencias vanas ni retóricas que tan fácilmente habrían llegado de la mano de otros escritores más complacientes. Quiela cuenta sus desvelos con pasión, sí, pero también con quietud, con un detenimiento casi místico, con una indecible ternura. Con la autoridad, al cabo, de quien ha probado el fuego y sabe ya que es imposible no quemarse. Afirmado contra el olvido, Diego Rivera se prefigura en la imaginación del lector como algo mínimo, entrañable y hasta frágil: un pajarito que ha dejado un hueco, por más que su brutalidad (el fragmento del anuncio del hijo que va a nacer y la posterior invocación del mismo en las yemas pintadas de los dedos demuestra, y de qué manera, que también la literatura puede conmover hasta las lágrimas) resulte inequívoca y exasperante. He aquí un batiscafo para sondear lo insondable, sin billete de vuelta. Léase como luz en la oscuridad.

Por Pablo Bujalance