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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Algunas fábulas de la incomunicación / «Máscara» de Stanislaw Lem

En su relato El amigo, Stanisław Lem narra la historia de la construcción por parte de un extraño anciano y de su ayudante de un "catalizador" para hacer corpórea una cierta conciencia superior, Dios o una especie de absoluto tecnológico; la máquin…

En su relato El amigo, Stanisław Lem narra la historia de la construcción por parte de un extraño anciano y de su ayudante de un «catalizador» para hacer corpórea una cierta conciencia superior, Dios o una especie de absoluto tecnológico; la máquina (por supuesto) no funciona, pero durante unos breves instantes permite que el narrador sea absorbido por esa conciencia

Escuché, por vez primera, mi voz interior, un terrible rugido sobre mi cabeza, un aullido dirigido a mí, un espantoso balbuceo, un diluvio de palabras tan rápidas que la garganta humana no sería capaz de emitir: peticiones, hechizos, promesas, premios, súplicas de piedad; aquella voz resonaba en mi cabeza y llenaba el sótano entero (150).

Se trata posiblemente de uno de los pasajes menos logrados de la obra de Lem, pero también de una demostración de su valentía y de su inteligencia, que le hicieron tratar de narrar incluso aquello que el autor polaco consideraba inenarrable: una conciencia indiferente a la existencia humana, un absoluto fuera del tiempo.

A lo largo de los cuentos de Máscara Lem trasciende las visiones estereotipadas de la ciencia ficción para sostener que la innovación tecnológica supone un retroceso del conocimiento, debido a que reduce el ansia de saber al tiempo que crea máquinas que, en su perfección y complejidad, pueden un día considerar innecesario resolver los problemas humanos: incluso aunque esto no fuese así, el conocimiento que surgiría del avance científico sería, en última instancia, incomunicable. La incomunicación entre formas de vida disímiles, por cierto, está presente en La rata en el laberinto (donde la situación de los encerrados en una nave espacial caída sobre la Tierra cuya «consciencia» intenta comunicarse con ellos es equiparada con la de la rata que debe encontrar el final del laberinto en las pruebas de laboratorio), en El martillo (en el que el ordenador de una nave espacial prolonga el viaje mediante cálculos erróneos para no separarse de su tripulante) y en otros textos del libro, pero especialmente en El diario, que reúne los pensamientos de una especie de satélite independizado de sus creadores. Existe un conocimiento, paree decir Lem, pero éste es demasiado grande para la especie humana: si ésta lo adquiere, el conocimiento la destruye.

Digámoslo una vez más: Lem no es un autor de ciencia ficción (de hecho, cuando se aboca a ello suena inevitablemente paródico, como en La invasión de Aldebarán), sino un autor de ficción especulativa que explora la innovación tecnológica (en lo que coincide con los autores de la ciencia ficción) para poner en cuestión un presente «construido con exclusiones, negaciones y diversas suposiciones, cada una más opaca que la anterior» que convierten el conocimiento científico en «una fantasmagoría» (252). A Lem no le interesa el futuro, y no es curioso que la única referencia explícita que se hace a él en Máscara venga a decir que lo único que no se previó es que nada cambiaría; tampoco manifiesta ningún entusiasmo por la conformación de leyes: por el contrario, cree (como el narrador de «El diario») que «en los intersticios, en los nexos, donde la casualidad y la necesidad conviven fraternalmente, han surgido multitud de formas sumamente interesantes» (269). Lem opera como el protagonista de su cuento Moho y oscuridad, cubriendo con un pañuelo un objeto prácticamente invisible (pequeño, inquietante, carente de por qué y de cometido, como muchos de los elementos en la obra del escritor polaco) para poder verlo, y es precisamente esa paradoja de cubrir para revelar la que mejor define su método de trabajo. No es necesario decir que ese trabajo es uno de los más interesantes de la literatura del siglo XX.

Por Patricio Pron.