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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«El caballo amarillo», de Boris Savinkov

Boris Savinkov (1879-1924) debutó como terrorista con el asesinato en 1904 del Ministro del Interior ruso. Un años después, su siguiente atentado terminó con la vida del Gran Duque Sergei Alexandrovitch, tío de Nicolás II.

En 1909, exiliado en París, donde salía de copas con Apollinaire y Picasso, escribió El caballo amarillo (Impedimenta), una novela autobiográfica sobre los preparativos -seguidos de su funesta consumación- de este segundo acto terrorista, casi tan largos como los, parece ser, confesados por la señora que hace no mucho abatió o conminó a otra a abatir a tiros a la cabeza del PP vallisoletano. El Destino se muestra a menudo profundamente irónico, porque quién iba entonces a decir a Savinkov que, unos quince años después de cometerlo, iba a andar realizando similares misiones de vigilancia en París, Varsovia y otras capitales, al acecho de dar con el momento adecuado para cargarse a tal o cual alto comisario bolchevique…

De hecho, Savinkov –Ministro de la Guerra y de Marina en el Gabinete de Kerenski y, luego, combatiente del lado de la Guardia Blanca- no sólo fue políticamente un posibilista de ideas más que flexibles y un tejedor de alianzas que la Historia nunca quiso bendecir, sino que fueron no otros que sus viejos y rojos camaradas quienes, en 1924, le condenaron a muerte. Capturado cuando penetró en Rusia, conducido a una emboscada por una falsa organización antisoviética conocida como El Trust, fue sometido a un proceso ampliamente publicitado. Le fue conmutada la pena capital y, durante unos meses, vivió disfrutando de grandes privilegios en la tristemente célebre prisión de la Lubyanka, en Moscú. Un buen día, tras haber escrito una carta al jefe de la policía secreta soviética, se tiró por la ventana y se mató. O le tiraron.

En unos años en que se decidía la suerte de un Imperio y oscuros resentidos vaticinaban con los globos oculares inyectados en sangre el nacimiento de un implacable mundo nuevo, Savinkov fue uno de los más destacados gallos del aviario sobre cuyo palo duermen, con el ojo abierto, los cultores del macabro arte de la bomba. Pero, antes que un prototipo más o menos catalogado del terrorista político, Savinkov encarnó un peculiar, extraño perfil de aventurero, motivado para la comisión de atrocidades más por una indefinible atracción hacia el vértigo que por objetivos sociales bien definidos. “¿A qué me dedicaría si no fuese terrorista? No puedo responder a esa pregunta. Pero algo he aprendido de las experiencias difíciles: no tengo interés alguno en una existencia pacífica”, reflexiona el protagonista de la novela, evidente trasunto o máscara del autor.

Mientras, de su mano de buen narrador, pasea por un Moscú descrito a modo de decorado –catedrales, hoteles, pensiones, palacios y salones de té- en el que los implicados en la conjura debaten sobre la legitimidad de sus acciones a partir de citas del Apocalipsis (uno de cuyos versículos, junto a otro de la I Epístola de San Juan, resplandece grabado sobre el pórtico de la novela), intuye uno que Savinkov –apenas camuflado tras su doble novelesco- buscaba más su propia muerte que otra cosa. Nunca resulta sencillo discernir cuánto hay de confesión sincera y cuánto de maquillaje exculpatorio en los relatos de este tipo, más aún tratándose de un maestro en la encarnación de decenas de falsas identidades y al servicio de un tropel de facciones… ¡y que, a su manera, permaneció, no obstante, fiel a todas! Pero sí: no puede uno evitar la sospecha de que maniobró siempre impulsado por una nada oculta fascinación por el destino del mártir.

Esa, quizá, fuera la sección de todo su maleable credo más persistente y más indoblegable a las mermas y claudicaciones impuestas por el paso del tiempo. Porque –ya digo- lo mismo le tiraron por la ventana, o igual se arrojó él. Incluso si fue lo primero, no me cabe la menor duda de que sabía el fin que quienes le acompañaban en el descenso de la escalera le tenían reservado. El caballo amarillo –o el “caballero del terror”, como le ha llamado Shentalinsiki- no ignoraba que su carrera era una galopada hacia el abismo. Un relincho, un salto solemne y revestido de dignidad… y adiós, señores.

Por Joaquín Albaicín