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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Una mujer en la perplejidad

Penelope Mortimer narra en El devorador de calabazas una relación de pareja tormentosa, para la que se basa en su agitada historia personal.

Una mujer, la señora Armitage, analiza su comportamiento frente a un médico con el que empieza a tratarse tras una crisis nerviosa; explica al especialista que su marido -un guionista de éxito- es rico, pero en su casa, sin embargo, «todo está lleno de polvo». La paciente expresa su preocupación por minucias domésticas, pero pronto asoma por la conversación un problema de mayor trascendencia: Jake, el esposo, no quiere tener más hijos; ella, que ya cuenta con unos cuantos, también de anteriores parejas, desea aumentar la familia. Esa tensión entre lo cotidiano y lo anecdótico, a menudo impregnado de un cierto delirio, y la dolorosa profundidad que esconden esas situaciones están muy presentes en El devorador de calabazas, la novela de Penelope Mortimer que publica Impedimenta; un relato, contado de manera amable, del desgarro íntimo de una mujer en busca de sí misma y del tormentoso funcionamiento de una pareja, en el que no es difícil adivinar, por la cantidad de paralelismos que existen entre la peripecia de la protagonista y la biografía de la autora, que Mortimer estaba desnundando su corazón en estas páginas.

En la ficción, el padre de esa mujer a la deriva vaticina que el matrimonio propiciará que ese espíritu inquieto se asiente finalmente: «Con esta chica fracasamos. No cabe duda, fracasamos. Ya es hora de que coja el timón de su vida con mano firme. Y me da que usted es el tipo con quien por fin lo conseguirá». Pero ese augurio no se cumplirá: esa discreta felicidad de los hogares despreocupados no es algo que el destino reserva ni a la señora Armitage con Jake ni a la escritora con el que sería su segundo marido, John Mortimer. (Aquí habría que detallar el agitado recorrido sentimental de la novelista, que se casó primero con un periodista, Charles Dimont, con el que tendría dos hijas; otras dos niñas nacerían de dos relaciones fuera del matrimonio; con Mortimer la descendencia se prolongaría con un hijo y una hija). El devorador de calabazas describe, entre diálogos brillantes que hacen deliciosa la lectura, una relación enfermiza y malsana, marcada por las infidelidades, las discusiones y las traiciones, como un barco que atraviesa aguas encrespadas y que ninguno de los tripulantes quiere abandonar. «Debió de ser entonces, creo», cuenta la voz de la protagonista, «que Jake y la vida se confundieron y se volvieron inseparables. El hombre dormido ya no era accesible, ya no era querible. Aumentó monstruosamente y se transformó en el cielo, la tierra, el enemigo, lo desconocido».

Poco tienen que ver los Armitage con la imagen que los medios ofrecen de ambos, retratados como una pareja fecunda y dichosa, algo que también ocurriría con los Mortimer en la realidad. El acierto de la escritora es que su mirada escapa de los maniqueísmos y también trata sin piedad al personaje femenino, que necesita llenar su vacío con un nuevo embarazo -«¿el sexo sin hijos era impensable para usted, quizá, una especie de obscenidad?», le pregunta el médico-, mientras perfila al hombre como un tipo infeliz, abrumado ante esa prole heredada, que se siente como un figurante o un invitado en una producción ajena. «¿Qué crees que saco yo de esa aburridísima familia tuya? ¿Qué pinto yo aquí?», le cuestionará a su esposa. Mortimer, que tenía motivos para despreciar al género masculino -su padre abusó de ella, el marido dejó embarazada a una amante después de que su esposa se sometiera a una operación para no tener más hijos-, no quiere hacer sangre, aunque sabe que, a menudo, el aprecio se dilapida en causas inapropiadas, como sentencia uno de sus personajes: «Las personas son infelices porque regalan su amor a hombres y mujeres que no se lo merecen».

Parte de la fuerza de El devorador de calabazas radica, asimismo, en esa reconocible desesperación de la protagonista -o de la autora- por encontrarse a sí misma. «No sé quién soy, no sé cómo soy, ¿cómo puedo saber lo que quiero? Sólo sé que sea buena o mala, sea o no una bruja, sea fuerte o débil, despreciable o una maldita mártir… Sea gorda o flaca, baja o alta, porque no lo sé… quiero ser feliz».

Por Braulio Ortiz