cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

La carrera de fondo de Alan Sillitoe

Se publica por primera vez en español la autobiografía del narrador y poeta inglés Alan Sillitoe que, tras el rechazo inicial de los editores, logró triunfar en la literatura con una obra que retrata a los jóvenes airados de la generación de la posguerra .

Nacer rodeado de libros o cursar estudios de letras no es condición suficiente para desarrollar una carrera de escritor. La vida de Alan Sillitoe, que después de años de dedicación y decenas de originales devueltos por los editores alcanzaría fama mundial con La soledad del corredor de fondo -escrita, por cierto, en Alicante-, demuestra que tampoco es condición necesaria. El lector español puede conocer ahora por primera vez su apasionante peripecia a través del volumen autobiográfico La vida sin armadura, publicado por Impedimenta casi 20 años después de que viera originalmente la luz en inglés.

Los mimbres con los que contaba el joven Sillitoe en su deprimente Nottingham natal no invitaban al optimismo. Su padre, según la cruda disección con la que arranca el libro, «parecía tener la inteligencia de un niño de 10 años en el cuerpo de un animal». Su hermana y él descubrieron que estar lejos de casa era el mejor modo de escapar de sus palizas, de las que difícilmente se libraba su madre.

Malos tratos, gritos, desempleo, pobreza… Como para quitar hierro a tan dramática descripción, Sillitoe despacha las referencias a su padre con sarcástico distanciamiento: «Ante la perspectiva de una guerra contra la Alemania de Hitler se requirió tanta mano de obra que incluso él tuvo trabajo».

Comoquiera que a su progenitor cualquier empleo le duraba días, el pequeño Alan pasó una temporada en una escuela subvencionada para niños con retraso mental y otras bastante más sosegadas con sus abuelos en su casa cercana al bosque de Sherwood, donde el futuro escritor entró en contacto por primera vez con libros.

La lectura se convierte en la única actividad que le hacía tolerable la existencia, y las amenazas de su padre -quemar sus libros, darles patadas-, lejos de desalentarle, surtieron el efecto habitual dada la tendencia humana a explorar terreno prohibido: «Su actitud fue un estímulo añadido y me dio más motivos para estarle agradecido (…) que si me hubiera dejado en paz».

La carrera de fondo de Alan Sillitoe para hacerse escritor había comenzado quizá cuando escuchó una traducción de la Biblia en un inglés que, aunque no entendía, penetró en su alma «y se quedó allí de por vida». Toparse después con Los miserables y El conde de Montecristo iluminó su oscuridad «con rayos de esperanza y promesas de evasión».

Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, Alan, e incluso su padre, consiguen empleo en la fábrica de bicicletas Raleigh, volcada ahora en el esfuerzo bélico. Reacio ya a las etiquetas que le incluirían años más tarde «en el corral de los angry young men (jóvenes rabiosos)» o en el de los novelistas «de la clase obrera», Sillitoe se negaba a llevar gorra para evitar que se le ensuciara el pelo con tal de no asumir «el distintivo de obrero de por vida».

Con pinta de haber salido de un barril de betún, como le dijo un oficial, Alan se une al cuerpo juvenil voluntario de la RAF (Royal Air Force) y descubre otras disciplinas que le cautivan. El adiestramiento aéreo le hace familiarizarse con la navegación avanzada, la geografía y la meteorología. Lo aprende todo de estrellas, planetas y constelaciones, hasta que puede afirmar que «todo cuanto podía verse al mirar hacia arriba tenía un nombre» para él.

Rumbo a Malasia

En una etapa de su vida de feliz inconsciencia y con cuerpo y alma funcionando «en un perfecto equilibrio de optimismo», adopta el oficio de radiotelegrafista y acaba embarcado rumbo a Malasia. «Habíamos desarrollado la facilidad de dormirnos como gatos y sentirnos cómodos en cualquier postura», escribe en La vida sin armadura. En tono más conceptual, consigna: «El pensamiento se expresaba [felizmente] sólo mediante la acción».

En sus largos turnos de trabajo, Sillitoe escucha la música de las esferas y se conmueve con La arlesiana, de Bizet. Organiza una ascensión al pico Kedah, en la que media docena de hombres desaparece del mundo durante seis días: esta experiencia aparecerá en varios de sus libros, especialmente en Cartas desde Malasia.

La desmovilización supone para Alan un precipicio por el que se desliza «en caída libre hacia la realidad», pero apenas supuso el primer revés con el que la vida le enseñaba que «la sencillez se había esfumado para siempre». A su vuelta a Inglaterra le informan de que padece tuberculosis y de repente se siente «una pieza de equipo obsoleto» para la que nadie encuentra utilidad.

Ahora es cuando nace seguramente el Sillitoe escritor, el hombre que descubre que hacer algo que le absorba por completo le permite «extirpar el dolor de vivir», de modo que emprende el relato de la expedición al pico Kedah sirviéndose de la mesa portátil que tiene junto a la cama.

El reposo obligado, que tanta gloria ha dado a la historia de la literatura, lo emplea Sillitoe en leer mucho; durante 1948 anota 38 novelas en su antiguo cuaderno de registro de radiotelegrafista. Compone además sus primeros poemas, entre ellos algunos versos de amor dedicados a una celadora con la que se ha liado.

Tras siete años en el mundo de la aviación, retirado a la fuerza con una mínima pensión, Alan se concentra en teclear en su Remington portátil. Hasta febrero de 1951 cuenta un total de 80 textos enviados a periódicos y revistas, sin fortuna. Declina matricularse en la universidad, negación instintiva que nunca lamentó, y escribe en 17 días las 100.000 palabras del borrador de su primera novela, de cuyo nombre Sillitoe no quiere ni acordarse en su autobiografía…

Al poco, él y su pareja, Ruth Fainlight, también poeta y narradora, se animan a conocer el continente. Después de malvivir en Francia, Alan recala solo en Sóller (Mallorca), donde la vida es la mitad de cara. Para entonces -enero de 1953- tiene siete relatos, seis poemas y una novela rondando en busca de editor.

Tres de los textos breves, que formarían parte, con el tiempo, de Sábado por la noche y domingo por la mañana, tenían según su autor «un toque de estilo más sólido que el resto», que le parecía un cul de sac lleno de «humus» del que acabaría emergiendo su «verdadera voz».

En el periodismo

Sillitoe consigue una colaboración en el Nottingham Weekly Guardian, en el que describe Mallorca como una isla 50 años atrasada, poblada por «gente honrada y trabajadora», con «poca o ninguna pobreza, mucha tierra fértil y un invierno breve y moderado». Los motores de la esperanza funcionaban a pleno rendimiento y el incipiente escritor volvía a tener poca queja de su vida a pesar de contar con el dinero justo para calentarse y comer.

Alquila una bicicleta para visitar en Deià a Robert Graves, quien la anima a seguir buscando la sencillez en sus poemas. Envía el manuscrito de Los desertores con la esperanza de recibir por él 100 libras, lo máximo que su imaginación le permite en ese momento soñar.

Durante una visita a Málaga conoce al novelista inglés Charles Chapman-Mortimer, quien le pone en contacto con una persona que resultará determinante en su futuro éxito, la agente Rosica Rolin, infatigable defensora de sus obras en lo sucesivo.

A los 26 años, después de cinco de dedicación exclusiva a la escritura, Alan Sillitoe nada ha cimentado salvo la fe absoluta en su vocación. Ya en compañía de Ruth, regresa a Mallorca, donde Robert Graves celebra su 60 cumpleaños pertrechado con la toga y los balbuceos del emperador Claudio, y se enfrasca en una labor titánica por pulir el estilo de sus textos.

Reescribe una y otra vez, termina el borrador de Una estancia temporal, dedicado a Mallorca, y recibe con alivio el adelanto de 200 libras de una productora de cine por los derechos de El quiosco de música.

Ruth y Alan desean darse a conocer en su propio país, razón por la que vuelven temporalmente a Londres aprovechando la oferta de la BBC de leer en antena Pico Kedah. Howard y Jean Sergeant les ofrecen publicar sus poemas en sus famosas separatas para Outposts al tiempo que Rosica Rolin prosigue incansable su labor de zapa con los esquivos editores.

El esfuerzo culminado

Un día, Alan ve a un joven trotando por un sendero y garabatea lo que parece el inicio de un poema: La soledad del corredor de fondo…. Rosica le llega con las sugerencias de un editor para reescribir Sábado por la noche…, lo que pone en contacto al escritor con la realidad más amarga del oficio pero le acerca a su sueño de publicar.

«No llevaba ocho años trabajando sin recompensa y aprendiendo a escribir por las malas», escribe Sillitoe, para aceptar otra voz que no fuera la que tanto había buscado, la suya propia. Otros editores rechazaban la novela porque «no encajaba en las románticas nociones preconcebidas que la gente tenía de la clase obrera».

De regreso en España, pero esta vez en Alicante, Alan encuentra la hoja donde había garabateado La soledad del corredor de fondo y, en una suerte de trance, escribe de corrido un relato, como si el ritmo de un hombre corriendo empujara su pluma. Al poco, una carta de Rosica le anuncia el interés de W. H. Allen por publicar Sábado por la noche….

Con legítimo orgullo, Sillitoe escribe que 10 años de esfuerzo que le habían parecido un siglo le habían dado la razón. Después, como suele suceder, «las reacciones de rechazo cesaron», los críticos reconocieron su talento y Sillitoe supo por fin lo que era escribir «por las buenas».

Por P. Unamuno