cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Matemos al tío, Rohan O’Grady

No es imprescindible una trama demasiado ingeniosa para hacer una gran novela.

He aquí una historia divertida y perversa.

Barnaby y Christie. A veces se ponen muy transcendentales y tienen un espíritu mucho más reflexivo y ponderado que el equivalente a sus tiernas edades, y a veces son niños de sepia y tienen un espíritu mucho más bandolero que la media ponderada del universo de las criaturas en la apología de la chiquillada.

Vaya, entonces tenemos dos niños muy completos. Adultos y churumbeles según les vaya la jugada. Interesantes. Es decir, no tienen nada que ver con la coyuntura de la infancia en Occidente 2014. Ni play, ni Ronaldo, ni las últimas Nike, ni Disney, ni Candy Crush. Son niños de Stevenson, de Dickens, de Penelope Mortimer. De mermelada de arándanos, salmón en conserva, animales domésticos pintados de azul, ranas, escarabajos y vajillas de porcelana hechas añicos. Molones. Gracias Twain; tía Polly cuídanos desde el cielo.

Como trasfondo, una novela gótica. Razones: muy recomendable con chimenea, batín y whisky. Intriga en un medio rural. Escenario sobrenatural y trágico, en cuanto los niños realizan trabajos de limpieza de sepulturas en el cementerio (incluida tumba de bebé); y un adulto fanático del Marqués de Sade los quiere matar por asuntos patrimoniales.

Proximidad entre bien y mal, la dulzura y la psicopatía siempre está presente en Tío Sylvester. La melosidad a veces es tan evidente que es pura neurosis. No me hables así que me acojonas. Hopkins cuando va de hijo de la gran puta.

Falacia antropomorfa; hay un puma llamado Una Oreja que nos da sentimiento y sensación humana. ¿Qué es el puma? Obviamente la crueldad del hombre. Tú me has entregado a la violencia. Tú me hiciste llorar. Reminiscencia: Frankenstein y Mary Shelley. La esencia masculina tiránica, también.

Y la muerte.

«Sus padres yacían enterrados cada uno a un lado, así que no quedaba nadie ya para llorar al pequeño John Townsend. Entristecidos, los niños se arrodillaron y acariciaron la cabeza del ángel.

– Cuesta pensar en que un bebé pueda morirse. Es casi tan difícil de creer como que los niños puedan morirse también- dijo Christie.

– Los niños pueden morirse, vale – dijo Barnaby -, pero lo que no entiendo es que un bebé llegue a nacer, para luego irse de este mundo como si nada. Quiero decir, sin tener siquiera la oportunidad de jugar.»

En un vergel de vida animal y vegetal, los colonos la van palmando, tal como se cascaba a principios del XX, guerra o enfermedad. Por ello, también es muy simbolista la aparición del cementerio en muchas páginas de la novela, y las casas tienen algo de albergue de muerte, de santuario de niños y maridos criando malvas, como una especie de pavor entre líneas que mola lo suficiente para pasar página aún a costa de retener la precedente. Y ante el dolor los niños a veces se convierten en dioses venerados por la desgracia de los viejos.

No tenemos castillo pero tenemos una isla de Canadá. Barnaby es huérfano, tiene diez años y es acogido por una pareja de entrañables viejecitos (muy gótico, todo). Christie es su amiga de travesuras y vive con una cabrera que cocina como una diosa. De fondo la mirada del sargento Coulter. En esta historia la amistad se va proyectando según se van desligando los acontecimientos de ejecución de un plan inequívoco. La novela se llama Matemos al Tío. El niño es heredero de una fortuna de diez millones de dólares, y el Tío Sylvester no es la primera vez que prueba la suerte del florete. Además para más propiedades de gothic story, tiene poderes hipnóticos; y esa certeza moral de alcanzar la salvación con la salvaguardia en el mal está presente en toda la novela.

«Aun así, Tío estaba satisfecho con los progresos. Había muchísimo que decir sobre aquello de influir en el subconsciente de alguien, y el repetitivo << no puedes moverte, Barnabay>> estaba calando en la mente adormecida del niño, de eso estaba seguro.

Tío había dejado a un lado a su amigo, el Divino Marqués; el libro descansaba en una mesita auxiliar, junto al Petit Larousse, ya que Tío estaba leyendo la versión original en francés y odiaba perderse los matices.»

No es imprescindible una trama demasiado ingeniosa para hacer una gran novela (de hecho a veces los extremos se tocan y sale un churro), por tanto no es vital intentar alcanzar la tradición gótica e impecable de Poe, y precisamente esa carencia de pretensión y eso que los franceses llaman style particulier, la ligereza de la estructura, es el valor que tiene esta novela para ser honesta y amena, beneficios que a veces no hay en la literatura perfecta.

Parodiando a nuestros primos de Latinoamérica, Matemos al Tío es una novela que me pone contento. Merci Raquel Vicedo por tus desvelos para y por esta obra. Te ha quedado chévere.

Por Javier Divisa