cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

El oro negro es el café en el país del K-pop

No todo el mundo sabe qué es el K-pop. No todo el mundo sabe qué es un barista. No todo el mundo sabe que en Corea del Sur el oro negro no es el petróleo, sino el café.

Por eso, vaya por delante una mínima información previa a la reseña del experimento literario de Fernando San Basilio titulado Crónicas de la Era K-pop, que edita Impedimenta:

K-pop (325.000 de resultados en Google): abreviatura de Korean-popular music. De Corea del Sur, por supuesto. Incluye diversos estilos como rap, rock, R&B y música dance. Se internacionalizó a partir del año 2.000. Su gran éxito: Gangnam Style.

Barista (¡34,5 millones de resultados!): Término de origen italiano y utilización global (incluso en inglés) que define al “profesional especializado en café de alta calidad que trabaja creando nuevas y diferentes bebidas basadas en él, utilizando diversos tipos de leches, esencia, licores y otros productos”. Ojo: no todo el que hace café es un barista, solo la élite.

El café en Corea del Sur (523.000 resultados). Un surcoreano adulto de más de 20 años consumió en 2011 una media de 338 tazas de café, y dado el índice de crecimiento que reflejan las importaciones de este oro negro, puede que ya supere las 400. Corea del Sur es el mayor bebedor de café de la región Asia-Pacífico. Es una moda que evoluciona para convertirse en hábito asentado. Y la moda implica la multiplicación de cafeterías, con numerosas franquicias que priman los granos exóticos y de cultivo orgánico, la ambientación occidental el precio desorbitado (unos cuatro euros la taza). No se paga tanto por el café como por el uso del espacio, ya que los clientes pueden pasar horas sentados con una sola consumición.

Fernández, el protagonista de Crónicas de la Era K-pop, aterriza en una Corea del Sur muy alejada del exotismo que se asocia con Extremo Oriente, proclive a dejarse fascinar por cualquier novedad que venga de Europa o Estados Unidos, en peligro de socavar su propia identidad cultural y nacional, seducida por el café y en permanente estado de ni guerra-ni paz con su hermana estalinista del Norte. San Basilio no explica quién o qué es exactamente su protagonista. Solo informa de que es madrileño (parece que de la plaza de Castilla para el norte), que prepara sin demasiado afán una serie de artículos sobre la fiebre cafetera (o un libro, éste) y que asiste invitado en Seúl (récord mundial de Starbucks: 284) a la Gran Feria Internacional del Café.

A partir de ahí, se desgranan crónicas que con frecuencia parecen irrelevantes y superficiales, que se diría que solo arañan la realidad surcoreana, que retratan caracteres por el único motivo de que se le ponen a tiro al autor y no porque sean prototípicos. Pero llega un momento, a mitad de lectura, en que te detienes a reflexionar y te das cuenta de que el autor de Mi gran novela sobre La Vaguada te enseña más sobre ese país tan remoto de lo que podrían hacer un puñado de guías de viaje, análisis periodísticos y libros de historia. No es fácil darse cuenta de donde está el secreto, como se produce el milagro, por qué te dejas atrapar. Las crónicas bordean siempre el abismo de lo inane, insustancial y banal, pero de alguna forma que solo está al alcance de autores tocados por la gracia literaria, San Basilio sortea ese peligro hasta dar la impresión de que su prosa ilustra lo definitorio y esencial.

Fernández es un hombre sin atributos, sin edad definida, mujer o hijos, sin vida privada, que “ni siquiera tiene gustos musicales o, para ser más exactos, ha dejado de tenerlos”. Ni siquiera sabemos si le interesa el K-pop, aunque lo más probable es que no. Un tanto plano y apático, no exhibe sentido del humor, sino una indiferencia existencial que, sin ser exactamente divertida, sí que arranca alguna sonrisa. Como un Cándido moderno, se deja atrapar por Corea del Sur, más por inercia más que por entusiasmo. Se resiste a las presiones oficiales para que abandone el país una vez que ha concluido la feria del café, con pretextos como que debe esperar al cumpleaños de Buda o a que florezcan los cerezos.

Fernández se aleja de la capital, se muestra perplejo ante una pareja que utiliza su cupón descuento al comprar el bollo de leche más vendido del mundo (de la cadena Tous les Jours), por la profusión de cuartos de baño (“uno en cada portal”), porque el conductor de un autobús limpie la parada de fin de línea en la que se venden gallinas y peces vivos, o porque “la cadena de cafeterías Pascucci reparta trozos de tarta entre los barrenderos”.

En su desorganizado y espontáneo periplo, Fernández nunca se aleja del universo del café, que se presenta como la emergente pero consolidada seña de identidad surcoreana: “Si el negocio sigue creciendo como hasta ahora”, piensa, “muy pronto el país entero será una cafetería franquicia que se podrá distinguir desde los satélites o incluso desde la luna, igual que la Muralla China”.

En algunos barrios de Seúl, como Myeongdong, en un radio de apenas 500 metros, hay establecimientos de todas las cadenas (incluso dos o tres de algunas): Caffé Bene, Paris Baguette, Angel-in-us Coffee, Starbucks, Firenze, Coffee Smith, París Croissant, Café Pascucci, A Twosome Place, The Coffee Bean & Tea Leaf, Tom N Toms… Tan sólo en la capital se superan las 17.000 cafeterías, aunque “una vez que comprendes que son todas una, dejas de pensar que son demasiadas”.

Hay toda una liturgia de los aromas, los sabores, las mezclas, la maquinaria de última generación, la selección del producto por su calidad, origen y método de cultivo. Éste es el territorio de los baristas, sacerdotes de la nueva liturgia, que compiten entre ellos, incluso hay un Campeonato Mundial de Baristas, aunque ningún surcoreano ha pasado nunca del quinto puesto.

Fernández muestra un barista ciego que, en la Gran Feria Internacional de Seúl, “manejaba la jarra de leche con pulso de cirujano y dibujaba corazones de nata y hojas lanceoladas en lo alto de los cappuccinos y, además de guiarse por el olfato –movía la nariz todo el tiempo-, parecía trabajar de oído porque no miraba a la taza –obvio- sino al frente y con la cabeza ladeada”.

En el universo surcoreano del café rige el absurdo pero extendido principio de que “las cosas de fuera son mejores que las de dentro”, lo que se sustenta en el hecho de que son más caras. O dicho de otra manera: “Es exótico, me gusta”.

Crónicas de la Era K-pop puede resultar un tanto desconcertante, pero no debería faltar en el equipaje de todo el que viaje a Corea del Sur o busque nuevos y reconfortantes estímulos literarios. Supone, además, un paso adelante en la trayectoria de un escritor decidido a correr riesgos y romper moldes.

Por Luis Matías López