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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Un cuento de vampiros

Hace unos meses, me permití llamar la atención del respetable a propósito de un libro de cuentos de Bram Stoker publicado por Ediciones del Viento, El invitado de Drácula, título que es también el que Stoker pretendía poner al primer capítulo de su célebre novela sobre el Conde, texto que, por fin, descartó, pero que –la verdad– es muy bueno. Lo he releído a modo de personal homenaje a Christopher Lee con motivo de su reciente paso al Más Allá, y se lo vuelvo a recomendar.

Hace unos meses, me permití llamar la atención del respetable a propósito de un libro de cuentos de Bram Stoker publicado por Ediciones del Viento, El invitado de Drácula, título que es también el que Stoker pretendía poner al primer capítulo de su célebre novela sobre el Conde, texto que, por fin, descartó, pero que –la verdad– es muy bueno. Lo he releído a modo de personal homenaje a Christopher Lee con motivo de su reciente paso al Más Allá, y se lo vuelvo a recomendar.
Pese a que el centenario de la muerte del autor de Drácula queda ya a tres años de diligencia a nuestras espaldas, allá en Transilvania, yo lo sigo celebrando, aparte de volviendo a ver Sombras en la oscuridad, la neblinosa película inspirada en la serie que tan prolongado éxito cosechó en la televisión británica, descubriendo en los Cuentos completos de Kingsley Amis, elegantemente encuadernados por Impedimenta, uno de los relatos sobre vampiros más insólitos –porque derrocha ironía– que deben existir. Transcurre en un castillo de Dacia y su protagonista es la Condesa Lukretia Valvazor.

Pese a quitar el hipo a cualquiera con sus femíneas hechuras, la Condesa Valvazor no es una vampira popular. Tecleas su nombre en el buscador de Google y apenas das con una mención y, desde luego, con ni una sola imagen suya: el personaje no ha sido nunca llevado al cómic ni a la pantalla. Raro, porque es, ya digo, una vampira muy hermosa. Aunque se supone que éstas deben lucir tez pálida, yo la he imaginado muy distinta a Winona Ryder o Sadie Frost, un poco con el rostro y las carnes de Tahiticora, una de las animadoras que mejor lucen el tanga y más pinchazos cosechan en Facebook. Sí, sé que los muslos tostados por el sol polinesio encajan muy con calzador en la horma del estereotipo vampírico, pero… no me pregunten por qué.

«Al ver el sol», se titula el relato, y la verdad es que arroja luz sobre muchas cosas, pues gracias a él descubrimos que existen muchos tópicos por derribar en el mundo de la upirología, como el de que los vampiros sólo se alimentan de sangre. Y no es así: la Condesa Valvazor come y bebe lo que todo el mundo, sólo que únicamente de noche. También, que si los vampiros no rezan no es porque no quieran, sino porque no pueden, pero no por ello dejan de pedir a los demás que lo hagan por ellos. No se priven ustedes, pues, de orar por los vampiros de su familia o familia de sus amigos… La Condesa Valvazor es, además, una de las pocas de estas criaturas de la noche que han trasladado sus impresiones, sentimientos, anhelos y padeceres al papel. Siempre asumí que los vampiros no escribían. Lestat, el de la Entrevista, escribe mucho en teoría, pero se nota que es Anne Rice quien lo hace. La Condesa Valvazor, en cambio, tiene algo que en cierta manera sobrepasa -chupa la sangre, quizá- a Amis, su creador, algo que le confiere autenticidad y hace que el cuento se lea como si de una crónica histórica se tratase. En cuanto a Drácula, creo que nunca lo leí, pero siempre sobrentendí que la carta de éste a Harker no la escribió él, sino una especie de secretario. Claro que ahora, después de lo de la Condesa, me queda la duda.

«Al ver el sol» es el único relato del género incluido en este libro, que reúne todos los escritos en su vida por Kingsley Amis. No fueron muchos, pero sí largos y con molla y suponen el descubrimiento de un autor al que merece la pena conocer. Disfrutamos, entre otros, de uno que nos descubre una palabra que desconocíamos: teratofilia, o atracción erótica hacia los monstruos. Y de otro protagonizado por un Papa de los anteriores a la lista de San Malaquías, lo que permite leerlo sin buscar sentidos ocultos a la historia.

Debo decir que no soy el único que continúa celebrando el centenario de Stoker. Cuando escribo estas líneas, un caballero bastante más audaz y con –indudablemente– diferentes gustos y costumbres que yo, acaba de robar de su mausoleo la cabeza de F. W. Murnau, director en 1921 de Nosferatu. De alguna manera, se lo andaban poniendo a huevo al profanador, pues, a tenor de lo que leo en los diarios, la de Murnau es una cripta muy ambientada en la que, de cuando en cuando, hasta se organizan proyecciones de la película. No sé… No digo que la cosa sea como para clavar una estaca en el corazón al promotor, pero, si invitas a la gente a pasarse por una cripta para ver Nosferatu en blanco y negro, muda y con el realizador allí, de cuerpo presente, creo que ni puedes esperar la asistencia de un público muy normal ni cabe extrañarse de que, como poco, cualquier día se lleven al finado entero o se encuentre a un fan vestido de vampiro durmiendo en su ataúd.

¿Leyendo el cuento de Kingsley Amis sobre la Condesa Valvazor? ¿Por qué no? ¡De algún modo han de matar las tediosas horas diurnas los muertos vivientes!

Y aquí lo dejo, pues no quiero dar ideas.

Espero que, cuando estas líneas salgan al ciberespacio, ya hayan encontrado la cabeza.

Por Joaquín Albaicín