cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Cuando el padre merece morir

El hijo tiene diez años y desea la muerte del padre. Se lo pide a Dios con todas sus fuerzas. No es un momento de ira. Está bien meditado. Puestos a pedir, propone incluso el método: si es posible, en un accidente de coche.

El hijo, el responsable de tan duras plegarias, es el escritor Pascal Bruckner (París, 1948), filósofo, ensayista y autor de varias novelas, entre ellas Lunas de hiel, que llevó al cine Roman Polanski en 1992. El padre, alto y rubio, fue un filonazi, un maltratador, un racista, un tipo despiadado y un hombre con irreprimible tendencia a humillar a sus familiares, con malas pulgas incluso cuando apenas podía ya valerse por sí mismo con más de noventa años.

Pero un padre es un padre incluso aunque se anhele su muerte, aunque te repugnen sus ideas, aunque sea tu más perfecto reverso: «mi padre me permitió pensar mejor pensando contra él. Yo soy su derrota: ese es el regalo más hermoso que me hizo». Y ese pensamiento a la contra articula cuanto nos narra la escritura lúcida, clara y excepcional de Bruckner en Un buen hijo (Impedimenta). Estamos, en buena medida, ante un libro de formación, centrado en los años en que se forja una personalidad, en el tiempo en que se crece contra los padres naturales y se buscan fuera de casa otros modelos de conducta, se descubren los libros, el sexo y la libertad. Pero estamos, en mayor medida aún, ante un texto que es una demoledora memoria sobre la relación con ese “mal bicho” que fue su viejo casi sin interrupción.

Violencia doméstica

Queda claro desde las primeras páginas que Bruckner no nos va a ahorrar detalle a la hora de describir algunas escenas domésticas cargadas de una violencia poco soportable. Escribe con sorna que «los platos y los vasos solo se inventaron para permitir a los maridos irascibles desahogar sus nervios: la musiquilla que producen al romperse es un gran sedante para el alma». En la casa de los Bruckner las vajillas volarán muchas veces a lo largo de medio siglo de matrimonio en los que él mostrará siempre una «notable constancia en el ataque« y ella una «admirable perseverancia en la sumisión».

La adolescencia en casa de los padres quedó marcada por bofetadas, gritos y humillaciones varias. «Entrar en la intimidad de nuestra familia era como levantar una piedra bajo la que se retuercen los escorpiones». De ello da idea el hecho que todavía con doce años, casi ya un adolescente, Bruckner aún dormía con su madre cuando el monstruo andaba de viaje. Irrumpían de vez en cuando los pensamientos parricidas y confiesa que si en aquellos años ella le hubiera propuesto urdir un plan para eliminarlo habría aceptado sin pensarlo dos veces.

Odio antisemita

El padre de Pascal fue un hombre instruido cuya expresión favorita era «¡a ese lo mandaba yo al paredón!». Un hombre leído que profesó siempre, con algún breve paréntesis, un odio expreso a los judíos desde primera hora de la mañana hasta que se acostaba. Buscaba autores que pudieran proporcionarle renovados argumentos para no dejar así ni un instante de «vomitar sobre los judíos». Bruckner decidió un día ponerse a investigar sobre el pasado de su padre, sobre aquellos años en que trabajó para Siemens en su admirada Alemania nazi. Descubrió, en cierto modo decepcionado, que su progenitor no fue en aquel tiempo convulso un verdadero canalla de palabra y obra sino más bien un «espectador sin envergadura».

La crudeza sobre la relación con sus padres se torna emoción cuando se abre al mundo y llegan los primeros escarceos sexuales, los primeros héroes literarios, las primeras ideas políticas… Son páginas, con el Mayo del 68 de fondo, que dejan ligeramente de lado la figura del padre pero que no pierden un ápice de interés y contienen además un hermoso canto a los libros y a la filosofía. Desfilan por ellas grandes personalidades de la cultura francesa del siglo pasado como Jean-Paul Sartre, Michel Foucault o su mentor Roland Barthes.

Realmente inolvidables

En los últimos años la literatura autobiográfica que convoca a la figura paterna nos ha dejado algunos libros realmente inolvidables; en unos casos, predomina el homenaje o el amor filial como El olvido que seremos (Seix Barral, 2007), del colombiano Héctor Abad Faciolince; en otros lo que en un principio parece ser un ajuste de cuentas acaba siendo cosa bien distinta, caso de Tiempo de vida (Anagrama, 2010), de Marcos Giralt Torrente. En estas obras ese afecto que unas veces emerge desde el principio y otras acaba floreciendo poco a poco no acaba de tomar verdadera carta de naturaleza en la obra de Pascal Bruckner. «Si me hubiera dicho una vez, una sola, que había cometido errores y maltratado a mi madre, lo habría estrechado en mis brazos, habríamos llorado juntos, yo lo habría acompañado con el mayor cariño hasta el final. Pero no, se obcecaba en su delirio».

Pasan los años, irrumpe la enfermedad y el «buen hijo» se siente incapaz de abandonar al «mal padre»; llega entonces, según el ensayista francés, un momento «en que las relaciones con una persona son tan enrevesadas que ya no puedes distinguir entre el amor y el deber». Merece la pena leer este libro por muchos motivos; uno de ellos es conocer cómo evoluciona y acaba esa relación, con sorpresa incluida, entre dos seres que se dicen y desean cosas terribles a lo largo de los años sin dejar, de alguna manera, de necesitarse tanto el uno al otro hasta el último momento.

Por Luis Pardo.