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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

La verdad del ornamento

«Wharton clava su bisturí y, con el pretexto de contar una historia amorosa formada por una cadena de adulterios consumados y no consumados, hipocresías públicas y privadas, en realidad, regresa a uno de sus grandes temas: la perspectiva cultural adherida al relieve psicológico.»

Los fanáticos de Edith Wharton y Henry James tienen la sensación de que cuando ellos van, estos dos monumentales autores estadounidenses han ido y han vuelto. En esta preciosa nouvelle fascinan las dotes de observación de una escritora que recrea personajes no muy distintos de ella misma y su círculo social. Wharton clava su bisturí y, con el pretexto de contar una historia amorosa formada por una cadena de adulterios consumados y no consumados, hipocresías públicas y privadas, en realidad, regresa a uno de sus grandes temas: la perspectiva cultural adherida al relieve psicológico. Como en Retrato de una dama de James, el contraste entre Europa y Estados Unidos, entre el viejo y el nuevo continente, se aleja del tópico a través de la matizada construcción del carácter de los protagonistas. A su vez, las contradicciones, malicias y virtudes, los puntos débiles y fuertes de la personalidad de madame de Treymes y John Durham no pueden ser entendidos al margen de su extracción social y sus orígenes culturales y geográficos. Como si una cerebral Edith Wharton contara que el texto es inseparable del contexto y, más allá de la poliglotía y el cosmopolitismo, hay límites que, si se traspasan, devienen en aprendizajes pero también en dolor.

Estados Unidos es el espacio de la oportunidad, espontaneidad y franqueza, de una falta de doblez —¿incultura en el refinado subtexto de Wharton?—, que contrasta con un toque puritano y un pudor no siempre beneficioso para expresar los sentimientos. Son individuos susceptibles de ser engañados por los europeos en el ámbito sentimental; sin embargo, esa misma ética protestante, esa austeridad que no les impide caer en la ostentación del nuevo rico, ese talante de acumulación, contención y ahorro —afectivo y dinerario—, que, según Webber, está en la base del espíritu del capitalismo, los hace poderosos económicamente: en esta nouvelle, las damas parisinas sólo requieren a los norteamericanos residentes en París para las rifas. Para sacarles un dinero que también es fundamental en el asunto que une a madame de Treymes y Durham. Estados Unidos se presenta como la cultura ascendente en contraposición a la resabiada decadencia parisina, que suaviza su devoción por las formas con cierto desparpajo, latino y católico, a la hora de expresar las emociones. Wharton aborda la oposición dialéctica de los lugares comunes desde un inteligentísimo sfumato y consigue que la relación entre las dos culturas y los personajes que las encarnan produzca efectos perturbadores, sobre todo, en el plano erótico: hay una atracción y una imposibilidad basal para entenderse. Por esa dualidad irresoluble a Durham le intriga madame de Treymes, pero se enamora de Fanny de Malrive, una compatriota que resulta atractiva sólo por haber pasado por el favorecedor filtro europeo. Como esas miradas rústicas que se llenan de encanto detrás de la rejilla de un sombrero de haute couture.

A la destreza para dialogar y trazar puntos de fuga que definen las miradas del relato se suma la pericia whartoniana para expresar la sensualidad: al revés que la condesa Olenska en La edad de la inocencia, Fanny de Malrive, una Karenina despojada de aura trágica, cubre el desnudo de sus manos con un par de guantes, mostrando que el acto de vestirse puede ser igual de hipnótico que el de desnudarse. A veces vestirse es desnudarse y apretar la naturaleza humana dentro del corsé es un acto de epifanía intelectiva. La cultura y las civilizaciones se abordan desde su carácter revelador. Wharton y James hablan de la verdad del ornamento. A los lectores sólo nos resta adentrarnos en estas páginas, aparentemente ligeras, midiendo incluso el ademán de la propia mano al sujetar el libro.

Por Marta Sanz.