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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«El devorador de calabazas», de Penelope Mortimer

«El devorador de calabazas es una historia brutal, en muchísimos sentidos. Penelope Mortimer hila en esta historia los sentimientos más esplendorosos y las bajezas más absolutas a las que es capaz de tejerse un ser humano.»

Para qué hemos venido nosotros a este mundo, qué es lo que se nos da bien. En qué punto de la historia dejaremos nuestra propia huella —si es que la dejamos— y de qué manera lo haremos. Cuál es la diferencia entre nosotros y los demás, qué tenemos de distinto, qué nos hace especiales, qué hace que nos odien o nos amen. Cómo está formado nuestro esqueleto y en qué orden. Cuál es tu batalla y cuál es la mía, y qué hay de verdad en ti y qué de mentira. De qué forma hemos construido un mapa que hable, en realidad, de lo que somos y/o dejamos de ser. Sentarnos, o no, delante de un ser que escucha y hablar. O sentarnos, delante de un ser que dice escucharnos, y creer que hablamos. En qué momento, en ese diván, sentimos todo el peso de nuestro género, todo el peso de nuestra sexualidad, y en qué momento decidimos arrancar, cueste lo que cueste, o detenernos para siempre.

—¿Cree que el sexo sin hijos es algo sucio, señora Armitage? Venga, usted es una mujer inteligente. Sea sincera. ¿No cree que las personas que más teme le resultan repugnantes y odiosas porque hacen algo porque sí, por el simple placer de hacerlo? ¿Algo que usted debe santificar, por así decirlo, con una incesante reproducción? ¿No es posible que pese a lo que podríamos llamar una vida muy plena, lo que en realidad odia es el sexo? ¿Que lo que le asusta es el sexo en sí? ¿Qué cree?

—Francamente, tendría que haber sido usted inquisidor —le dije—. ¿Me quemo ahora o lo dejo para luego?

El devorador de calabazas recuerda a Diario de un ama de casa desquiciada, de Sue Kaufman (Libros del Asteroide). Narrado en un estilo tragicómico, la historia rezuma desesperación y pérdida; no es pérdida del amor, ni de la maternidad, ni de la vida. Es la pérdida de uno mismo; como si andando un camino que parece habernos elegido más que nosotros a él, hubiesemos ido perdiendo todo lo que nos mantiene erguidos; partes que no son esenciales, porque seguimos caminando, pero que al final muestran su aterradora ligazón con nuestro ser. Y que una vez perdidas lo único que queda es el encierro, la muerte en vida o la vida en muerte.

—Dígaselo —imploró Conway—, dígaselo, por favor. Las mujeres están hechas para cepillárselas y para parir. (…) Es un crimen, maldita sea, no tener más (hijos) mientras el cuerpo aguante

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Arrebatar

Me he hecho lo que nunca le habría hecho a nadie.

¿Cuál es la razón de ser de la señora Armitage, protagonista de la novela de Mortimer? Ser madre. Estamos avisados: es madre de «un buen número de hijos». No sabremos cuántos ni falta que hace, pero la prole es extensa. La señora Armitage es tremendamente buena teniendo hijos, escupa eso las carencias que escupa. Su vida se ha reducido a críar niños y a abastecer el mundo con sus genes. Y el actual es su cuarto matrimonio. Aquí es donde se le aparece a la pobre mujer el cartel de The End: a Jake no se le pasa por la cabeza, ni por un segundo, tener hijos. Más hijos, quiero decir. Ha aceptado/adoptado como suyos a los hijos de su mujer y tiene más que suficiente. Él, un hombre de éxito, no quiere dejar descendencia. Su camino es radicalmente opuesto al de su mujer que, de repente, y casi podríamos decir que por primera vez en su vida, se ve en una encrucijada: sus instintos le dicen que debe ser madre de nuevo —porque para eso ha nacido, eso es lo que quiere, eso es lo que le gusta, ¿para qué demonios existe el sexo si no?— pero su marido la frena en seco. Hasta aquí ha llegado tu útero, parece decirle.

Un útero no es tan importante. Es solo la cuna de la vida, algo que tira de la luna como si fuera una cometa y hace que el mar suba y baje, suba y baje, la respiración del mundo.

Deseos que chocan, deseos imposibles de reconciliar. No. Más que deseos, más que caminos, más que destinos, egoísmos que chocan, imposibles de amamantar al mismo tiempo. Pero dentro de los deseos, que casi siempre resultan egoístas (al menos en la literatura), reside el látigo con el que los llevamos a término; el maltrato, a uno mismo y a los demás, que imponemos para conseguir nuestro objetivo. Entre dos bestias que se pelean una encuentra antes el punto débil de la otra. Pero antes de la gran lucha, encarnizada y casi a vida o muerte, siempre hay pequeñas batallas que consumen al adversario, y una de las partes ya está rendida antes de tiempo; sin saberlo, eso sí, lo que lo hace más triste. Y entonces, aunque no entiendas por qué la protagonista no entiende su vida más allá de la maternidad, te posicionas con la madre, con la vida, antes que con el no-padre. Aunque resulte todo una locura. A pesar de todo lo demencial que invade el cuerpo de la señora Armitage.

Cuando era joven…, bueno, tú te acordarás, creía que necesitar consuelo era humillante, que bastaba con estar viva, hacer el amor, tener hijos y portarse lo mejor posible. Sí, bastaba. Ahora me han arrebatado esas cosas, pero no de una forma natural. No lo sé y ya nunca lo sabré, pero supongo que la forma natural es gradual, que tienes más tiempo, que eres lo bastante mayor para aceptarlo, casi hasta con alivio

Y, de repente, la pregunta: «¿Crees que la vida es inevitable?»

Yo solo he sabido hacer una cosa: entregarme. Ahora no me queda nada que entregar. Es un cuento moral, que demuestra que es mejor tomarse la vida a pasitos cortos y pequeños sorbos que creer, como hice yo, que existe una abundancia en perpetua renovación.

Y por qué la señora Armitage y no Jake. Por qué la mujer y no el hombre. ¿Por el chantaje? ¿Por la fuerza brutal con la que Jake impone su deseo de no tener descendencia propia? ¿Por el machaque sentimental? ¿Por el niño no nacido? Por todo eso, claro, y por la herida: «una cicatriz es lo que suele denominarse una “marca característica”. Dura para siempre.» Porque, como la propia señora Armitage dice, «estamos rellenos de vida y podemos reventar con facilidad». La mujer se impone no por débil ni por su género; la mujer se impone no por ello sino a pesar de ello. La señora Armitage, sentada delante de un hombre que espera las confesiones de quien ha perdido el norte en la brújula, deja que la herida abierta, causada por sí misma en primer lugar y por los demás en segundo término, supure; hace recuento de su realidad y se vacía. ¿Pero puede vaciarse quien ya no tiene nada que ofrecer? Sí. Porque siempre hay un futuro, preferible o no, pero un futuro. ¿Puede una mujer que se siente arrebatada de sí misma confiar en que el futuro pueda hacerla olvidar su presente? Quizás. Es necesario leer a Mortimer para dar con la respuesta.

El devorador de calabazas es una historia brutal, en muchísimos sentidos. Penelope Mortimer hila en esta historia los sentimientos más esplendorosos y las bajezas más absolutas a las que es capaz de tejerse un ser humano. No nos deja mirar hacia otro lado; la sutileza con la que narra los sentimientos, la atmósfera, el infierno familiar, se unen a la bestialidad de una lucha encarnizada en la que, quizás, el más fuerte no resulte ganador. El más persistente, quizás, lo haga. En cualquier caso, con ese aroma de Charlotte Perkins Gilman y su The Yellow Wallpaper (Papel pintado amarillo, Editorial Contraseña), y la novela-diario de Sue Kaufman, Mortimer traza un esqueleto que no se forma de huesos sino de niños, y nos hace pensar en lo que ocurre, entonces, cuando faltan niños, cartillas de nacimiento, fechas, cumpleaños. Qué pasa con la madre, con esa coleccionista de huesos, con esa loca inteligente.

Curiosidad

Penelope Mortimer estuvo casada con John Mortimer, ese autor publicado por la gran Libros del Asteroide. Su matrimonio, que duró veintidós años, estuvo lleno de infidelidades (por ambas partes), discusiones e infiernos propios y compartidos. ¿Quién es, por tanto, el tremendo Jake Armitage, quién la señora Armitage? ¿De dónde salen todas esas miserias de una familia venida a más gracias al trabajo de guionista del hombre de la casa? «He intentado ser sincera con vosotros, aunque supongo que os habría interesado más que no lo fuese. Algunas de estas cosas que os he contado han pasado y otras fueron solo sueños. Aunque todas son verdaderas, según lo que entiendo yo por verdad. Todas son reales, según lo entiendo yo por realidad.» Eso es lo que nos dice Penelope al término de la novela. Para Penelope el matrimonio con Mortimer no era el primero, ni los dos hijos que tuvieron juntos los primeros. Y la locura, bien reflejada en El devorador de calabazas, no le era tampoco ajena: intentó suicidarse y visitó a un psicoanalista freudiano, además de someterse a un tratamiento electroconvulsivo cuando la terapia no funcionó. Y hay más, mucho más, en Penelope Mortimer. Lo que queda claro es que la mejor literatura nace de la necesidad, o el impulso, de narrar nuestro más absoluto y sincero patetismo personal.

Por Anize Salaberri.