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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Todos los días son «black Friday»

«Permítanme que les recomiende, de entre todo el copioso material narrativo-gráfico recibido, las dos melancólicas historias incluidas en Otoño, del elusivo Jon McNaught.»

Algo pasa. Hago mi habitual trabajo de campo en librerías que conozco bien y me abruma el elevadísimo número de novedades, muy superior, tengo la impresión, al de otros años. Cada sello echa el resto para llegar a tiempo al despiporre de consumo que se nos viene encima a partir de este black Friday finisemanal —otra tradición imperial que hemos importado, y eso que aún no se ha firmado el oscurísimo Tratado de Libre Comercio entre la metrópolis y su gran provincia europea—. Multitud de libros para todos, de todos los tamaños y formas, de todos los géneros: son tantos que, si no fuera por la cantidad de anuncios de perfumes —perdón: fragancias—, se diría que su genérico —el objeto libro— se ha convertido en el regalo-refugio más socorrido para estas fiestas. Libros que muchos compran online y a todas horas (Amazon asegura que los españoles ocupamos el segundo lugar entre los europeos que más compran en horario nocturno), saltándose a la librería de toda la vida (donde, sin embargo, los han hojeado). Se compra más que se lee, claro: entre nosotros cada vez se practica más el tsundoku, una estupenda palabra japonesa que se refiere al hábito de comprar libros que no se leen, sino que se apilan esperando una ocasión que nunca llega. La avalancha de estos días prenavideños me sorprende doblemente después de escuchar a José María Lassalle, el secretario de Estado de Cultura, recordarnos que en este país la media de lectura está en cuatro libros por lector/a y año, muy inferior a Francia (25, dicen) y vergonzosamente lejos de la de Finlandia e Islandia (cerca de 40). Vuelvo a formularme las mismas preguntas que me hago desde que me dedico a este oficio —es decir, antes de que tú, permíteme que te tutee, improbable lector joven, hubieras nacido en esta democracia imperfecta pero muy preferible a lo que hubo—: ¿adónde va la creciente (y nada mágica) montaña de invendidos?, ¿qué se hace con ellos? Y, sobre todo: ¿por qué se siguen produciendo tantos libros que, al parecer, tan pocos leen (más de 4 al año)?

Gráficos

A lo mejor es cosa de la edad (por cierto: si les preocupa lo del paso del tiempo, quizás les interese saber cómo lo viven dos pensadores tan distintos como Salvador Pániker —Diario del anciano averiado, Random House— o el más joven Aurelio Arteta —A pesar de los pesares, Ariel—), pero coincido con Javier Marías en su reciente apreciación acerca del estado un tanto «languideciente» de la literatura, a pesar (o, a lo mejor, por eso mismo) de «los modales corteses o prudentes que nos gastamos» a la hora de valorar la que escriben nuestros contemporáneos. En lo que a mí se refiere, debo confesar que algunas de las más revolucionarias y convincentes propuestas narrativas que he leído en los últimos años pertenecen a la categoría de «novelas gráficas», un género ya maduro que lleva tiempo inmerso en plena revolución «modernista». Es en algunas de ellas donde he apreciado mayor audacia a la hora de encarar originales ángulos, perspectivas y puntos de vista para contar el mundo contemporáneo, de modo semejante a como hizo la novela internacional entre Marcel Proust y Samuel Beckett. Esta temporada, y en los ratos libres que me deja el apresurado estudio de las aleyas coránicas (no deseo que, por no saber recitarlas, me pase como a los apiolados en el Hyatt de Bamako por otra tanda de siniestros terroristas que han encontrado en esa fórmula su particular shibboleth —Jueces, 12, 4-6— para decidir a quién asesinar, dizque en nombre de Dios); en esos ratos libres, digo, me he dedicado al disfrute de algunas obras valiosas de ese género híbrido y fecundo que aún tiene que enfrentarse al prejuicio, o al desprecio, de muchos lectores de «cejas altas». Empiezo por recordarles dos títulos de sendos clásicos mangakas japoneses: Pies descalzos (dos tomos en Debolsillo), de Keiji Nakazawa (1939-2012), y la muy estupenda El hombre sin talento, de Yoshiharu Tsuge (1937), excelentemente editada por Gallo Nero. Y, luego, permítanme que les recomiende, de entre todo el copioso material narrativo-gráfico recibido, tres maravillas que pueden hojear (antes de comprar) en cualquier buena librería: las dos melancólicas historias incluidas en Otoño, del elusivo Jon McNaught (Impedimenta); la estupenda, cómica y siniestra, pero verdadera y lúcida historia familiar de ¿Podemos hablar de algo más agradable? (Reservoir Books), de Rosalind Chast, Roz (1954), en mi opinión, una auténtica obra maestra; y la muy formalmente revolucionaria Aquí (Salamandra), de Richard MacGuire (1957), que tuvo la audacia de contar la historia del rincón de una casa (y de lo que hubo cuando aún no existía) a lo largo de siglos (y milenios), y que me ha recordado, de alguna manera, mi lejana lectura de La celosía, de Robbe-Grillet. En cuanto a mi amedrentada y compulsiva obsesión coránica, permítanme que les transcriba (en traducción de Juan Vernet) una de esas aleyas (azura IV, 59/56) que me hacen avanzar aún más rápido en mi aprendizaje preventivo: «Realmente, a quienes no creen en nuestras aleyas, les quemaremos en un fuego, y cada vez que su piel se queme les cambiaremos la piel por otra nueva, para que paladeen el castigo. Dios es poderoso». Como ven, la Biblia (Antiguo Testamento) no es el único libro sagrado de los monoteístas que rezuma ternura.

Farándula

Marta Sanz sigue en sus trece en su idea de comentar el mundo que le rodea desde una comicidad cada vez más violenta, más esperpéntica. Su última novela, Farándula (Anagrama), lleva a su límite algo que se percibía intermitentemente en las dos anteriores; igual que la cronista-narradora (y antes actriz) con cuyo relato se cierra el libro, Sanz no escribe «para que nadie se reconozca en su parte inteligente, sino en su más abyecta y entrañable vulgaridad». Por eso nos confronta, en esta historia de cómicos y lucha de clases, con nuestro presente cutre y recortado, con nuestras vanidades autocomplacientes, con la realidad más real (y menos gloriosa) de la degradación de las prácticas culturales y de la progresiva indiferencia que suscitan a sus (presuntos) usuarios, con la fullera noción de compromiso con la que hemos aprendido a tapar los ocasionales sarpullidos de nuestra conciencia infeliz. Y lo hace gradualmente, dejando que su furia fluya poco a poco al principio —contenida en inacabables enumeraciones, en situaciones chuscas y teatrales, en la utilización inteligente de una panoplia de referencias a la cultura popular y, especialmente, al cine y sus estrellas— para resumirse y estallar en ese relato, amargo y final, pero también grotesco y vengativo de la Falconcita. Y todo ello lo lleva a cabo Sanz sin olvidar en ningún momento que, al contrario que la vida, la ficción debe resultar siempre convincente. Felicidades.

Por Manuel Rodríguez Rivero.