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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«La hija del optimista» (Eudora Welty)

«Me atrevo a dejar la indicación de que es una novela para leer sin prisas, no dejarse confiscar en la primera impresión y planear sobre cuestiones más allá de la simple historia.»

Una de las cosas que más temo a la hora de reseñar un libro es cuando tengo la sensación de no saber absolutamente nada. En concentraciones más o menos extensas tamaño gota, charco, laguna, río, mar y océano se pueden clasificar esos espacios vacíos de contenido en los que tristemente una asoma detrás del genérico vocablo de literatura. Como la ignorancia es osada poco importa asomarse a títulos con alusiones a Premio Pulitzer u obra maestra o comparativas con Faulkner, Capote, Warren y McCullers. Sin erudiciones, en modo Caperucita de cesta desocupada, fui a leer a Eudora Welty.

Esta novela en mi opinión tiene dos lecturas. Una es la propiamente argumental. En ella conocemos a Laurel McKelva una mujer a medio camino de los cuarenta y los cincuenta que acompaña a su padre el juez McKleva a la consulta de un oftalmólogo en un lunes a principio de un marzo en Nueva Orleans. Está presente en la consulta Fay, una mujer pequeña que repiquetea con su sandalia en el suelo, esposa del juez desde hace un año y medio. Aparentemente un problema visual con mal pronóstico lleva al médico a decidir intervenir al paciente y en este trance ambas mujeres serán la necesaria compañía.

En esta primera parte descubrimos los caracteres de ambas, sin duda Fay es la insufrible señora que en segundas nupcias birla las atenciones del buen McKleva y con la que el lector no puede evitar sentir antipatía. Y la protagonista no puede ser otra que esta hija Laurel que de forma silenciosa y paulatina se esboza hasta perfilarse nítidamente al cierre de sus páginas. No desvelo nada que en la contraportada no se indique con el fallecimiento del juez, razón por la que Laurel regresa a Mount Saluss (Mississippi) para el velatorio de su padre.

Resulta indispensable señalar el uso de una prosa sencilla que de forma velada divisa encanto y cierta magia. No hay dramatismos innecesarios, más bien al contrario, quizás lo más sorprendente es la contención envuelta en mutismos de Laurel e innegablemente reproducir silencios por escrito es toda una hazaña. En la detención de una mirada Eudora Welty puede describir un objeto o un paisaje, como un instante robado del objetivo. Welty fue fotógrafa antes que escritora, tal vez captar un momento fuese su mayor aspiración. Y hasta aquí, podemos convenir en trama sencilla, prosa asequible y colocar un signo de igual con dirección a lectura fácil. O bien proseguir con el planteamiento de dilemas casi universales.

Acompañar a Laurel cuando atisba en Mont Saluss la carga que los lugares de origen producen. Ella vive en Chicago en una vida liberada de pasados y fantasmas, pero en el hallazgo de una simple tabla de cocina se puede disparar las emociones contenidas por largos espacios de tiempo. Objetos. Al final son ellos, o mejor dicho las asociaciones que hacemos a ellos, los que nos catapultan a sentir.

Asistir con estupor a la charla sin fin que establecen los personajes del entorno rural sureño en torno a un velatorio, donde delegan de forma inmisericorde a la hija del fallecido a un recóndito espacio. Sintiendo impotencia antes tales conductas y un manto de soledad.

Y quizás el más complicado de todos los conflictos es el que uno establece con los que se marchan, el de los duelos que no se resuelven y que una acertada Welty introduce con lo providencial o tal vez mágica irrupción de un ave en el momento preciso. La mirada al pasado y los recuerdos olvidados que remueven y emocionan a protagonista y lector a partes iguales.

Es una obviedad decir que es una lectura recomendable, me atrevo a dejar la indicación de que es una novela para leer sin prisas, no dejarse confiscar en la primera impresión y planear sobre cuestiones más allá de la simple historia. Lo que viene siendo un viaje literario en toda regla, a la vuelta seguro que la cesta está más llena y la gota, el charco, la laguna, el río, el mar y el océano son menos profundos.

«El misterio, pensó Laurel, no radica en lo poco que conocemos a quienes nos rodean, sino quizás en lo mucho que los conocemos realmente.»

Marilú Cuentalibros