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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Un hombre en invierno: conjeturas sobre la creación

«Para compensar este invierno con poca nieve siquiera en la sierra, una nevada de campeonato, de las de antaño, ameniza la obertura, lírica, espléndida, de ‘Una chica en invierno’ de Philip Larkin».

Para compensar este invierno con poca nieve siquiera en la sierra, una nevada de campeonato, de las de antaño, ameniza la obertura, lírica, espléndida, de «Una chica en invierno» (Impedimenta) de Philip Larkin, de quien he leído y releído su poesía, reunida hace poco en español, con frecuencia seca y distante, un tanto a lo Auden o Eliot y aun así de mucho interés, pero no conocía siquiera su condición de prosista. Ésta es la segunda y última novela que escribió, bueno, que, para ser exactos, publicó, se dice que destruyó otras tres nada más terminarlas.

Como «precisa, elegante y concisa» la califica la contracubierta. Desde luego, de entrada, se agradece, en este tiempo de la prisa y el ‘zapping’ desaforado, que un narrador se demore ociosamente, al modo decimonónico, en aspectos accesorios del argumento. Que una novela repare en lo atmosférico (después de la nevada, se apodera la niebla del ambiente; cuando levanta, al anochecer, cae un escarchazo y al final vuelve a nevar) o en el rumor de los árboles, pongamos por caso. La trama desmenuza lo cotidiano absoluto, se centra en las vidas minúsculas, por lo menudo, sin aspavientos ficticios, volcándose en los primores de lo vulgar azorinianos. La protagonista, una alemana expatriada durante la guerra en Inglaterra por motivos que no conocemos, el único extrañamiento argumental, lleva una existencia anodina como bibliotecaria – ámbito laboral que conocía muy bien, por motivos profesionales, Larkin-, siempre con una sensación de fría rutina, aunque con expectativas románticas, ya veremos si fundadas, de que sus aburridos hábitos se rompan para bien.
La novela está escrita con un estilo certero, particularmente en lo que respecta a la adjetivación, aunque no sé hasta qué punto puede ser también mérito del traductor, sin duda magnífico, el argentino Marcelo Cohen. Me deja pasmado, como de costumbre, por lo raro que resulta en la novelística en español, máxime viniendo de un poeta, la facilidad de los narradores británicos para articular diálogos veraces en extremo. En general, la prosa se ajusta a una naturalidad difícil de conseguir, no sólo por los diálogos, sino también por la disposición del argumento; por las descripciones, de un detallismo emotivo; los rasgos costumbristas, cercanos y enriquecedores; el uso moderado del flash-back y el monólogo interior; lo bien que fija a los personajes, complejos y además femeninos, mediante una penetración psicológica muy fina; e incluso gracias a las gradaciones de la luz y un humor bastante esquinado.

A la escuela poética de Larkin, en relación con el jazz tradicional, alude el espléndido poeta escocés, partidario de la durée bergsoniana, John Burnside en las entrevistas literarias ‘Don de lenguas’, recogidas en el undécimo volumen de la colección ‘Conversaciones’ de la editorial Confluencias, ejemplar en cuanto al cuidado y limpieza de sus publicaciones, al igual que las otras tres de las que hablamos hoy. Con una modestia que no es sino señal inequívoca de lucidez y competencia, se aplica a sí mismo, a modo de ‘captatio benevolentiae’ el responsable de la edición, Jordi Doce, el dicho paradigmático de Salvador Pániker: «todo entrevistado queda reducido a los límites mentales de su entrevistador », cuando pocos, por no decir nadie, tienen ahora mismo en España su anchura de banda poética como entrevistador. Nunca atosiga, además, ni deslumbra con sus preguntas a los escritores, antes bien los deja fluir, respirar, apoyándose en sus apreciaciones. En el caso de Caballero Bonald, incluso, la teoría excede, a mi juicio, a la praxis, me han resultado más interesantes sus reflexiones que su poesía, a menudo artificiosa, de una falsedad manifiesta. Destaca la franqueza del fabulador y cineasta Paul Auster y del viajero digresivo Cees Nooteboom, así como la clarividencia, más allá de la semiótica y la pragmática, de Umberto Eco. Pero me han llegado más Philippe Jaccottet, poeta contemplativo, retirado en la Provenza, donde se originó la lírica culta occidental, que defiende, en contacto con la naturaleza, la emoción como origen y destino del poema, que debe desterrar, como el jaiku, lo metafórico. Y, sobre todo, Adam Zagajewski, al que admiro más como ensayista, un escritor esencial de nuestro tiempo, y Seamus Heaney, el Nobel pueblerino, el de la voz equilibrada, uno de los poetas que más me ha impresionado –qué emoción ‘Muerte de un naturalista’ o ‘Norte’ en mis manos, recuerdo bien hasta el momento, la librería– en una primera lectura.
En el repóquer a ocho de entrevistados por Jordi Doce bien hubiera podido tener cabida, por interés y categoría, Mark Strand, poeta estadounidense, aunque nació en una isla de Canadá y pasó largas temporadas, hasta su fallecimiento, hace poco más de un año, en nuestro país. En su día hablamos en estas páginas de su memorable acercamiento a la pintura de Edward Hopper. En esa línea, cultiva, partiendo del retrato, el clásico ‘ut pictura poesis’ con varios cuadros de Vermeer y el más famoso de Chardin, en uno de los ensayos breves de ‘Sobre nada y otros escritos’ (Turner).

El volumen se abre con un bocado delicatesen, ‘Abecedario de poeta’, que tiene entradas para apartar y retener, como ‘I de inmortalidad’, ‘N de Neruda’ –a quien tradujo al inglés, así como a Lorca y a Alberti, citados aquí en una exégesis del poeta Donald Justice– o ‘R de Rilke’, por espigar algunas. No menos destacable sería su lúcida confesión en torno a «la vida secreta de la poesía», en relación con la lentitud, el poder del lenguaje en los versos y, sobre todo, el peso decisivo de la tradición. O, en el mismo terreno, sus ‘Notas sobre el oficio de la poesía’, «aunque algunos pensamos que cuanto menos se hable del modo en que hacemos las cosas, mejor», que aportan el sesgo moral inherente al buen uso literario de la lengua.
Me imagino a este seguidor de Robert Frost y Wallace Stevens, dos poetas cardinales no sólo de la poesía norteamericana, sino de la lírica del siglo pasado y del actual, bajo los cielos inmensos, lentos, de Utah, tratando de conectar a Brodsky y Auden a partir del exilio y la angustia; tramando observaciones muy precisas sobre el canto VI de ‘la Eneida’ virgiliana; internándose en ‘El preludio’ de Wordsworth, hacia el sentido trascendente del ‘topos’, confrontándolo con poemas de Lowell o Berryman; ocupándose de Drummond de Andrade a raíz de una estancia en Brasil o rastreando la curiosa, presunta, aparición del Parnaso en los poemas de cuatro compatriotas: Emily Dickinson, Anthony Hetch, Edwin Arlington Robinson y el mentado Stevens.
Siempre sin abandonar una ironía desengañada, con un punto de ternura, como cuando especula sobre el milagro de opereta que constituye un poema surgido en un taller literario; sobre el poso emocional y la belleza triste de las fotos de familia; la naturaleza ambigua y preocupante, pobre e inútil, del poema narrativo; sobre la traducción de poesía o sobre la nada, bajo la advocación de Kafka y Beckett en el escrito que cierra magistralmente y da título al libro.

A la par que las lecturas anteriores, usadas como desengrasante, he ido hincándole el diente poco a poco y rumiándolos con paciencia luego, a veces con un ardor fuerte al digerirlos que me dejaba muy mal sabor de boca, los ‘Cuadernos negros’ (Trotta) de Martin Heidegger, primera entrega de sus esperados diarios, «señas reflexiones e indicaciones», según reza el titulillo al frente del primer manuscrito que ahora se publica, consideraciones en general metafísicas con un estilo muchas veces lacónico que no conocíamos en quien Ricardo Piglia llama en sus también recientes, en cuanto a edición, diarios, «vidrioso filósofo de la Selva Negra».

Los apuntes se enviscan quizá en exceso en «la pregunta por el ser», la pregunta por antonomasia, lo ineludible, el núcleo ontológico sin rodeos sobre el que se interroga severamente al principio y que nunca abandonó: «así es el filosofar», concluye. En cuanto a lo polémico del libro, al nacionalsocialismo lo tilda de chaladura y extravío, apreciación que debería haberse aplicado a sí mismo en su demencial delirio de implantar la metafísica en la política, sobre todo durante el fatídico, nauseabundo período del rectorado. Lo que no quita para que sea un pensador insoslayable.

Abundan las entradas antológicas, baste con un botón: «toda pregunta es una complacencia que nos llena. Toda respuesta es una pérdida que nos merma». En su conjunto son una maravilla de reflexiones en cadena, bien es verdad que a menudo truncadas, lo que no es óbice para que no resulten menos admirables. El pórtico vagamente aclaratorio, si no justificativo, del libro es bastante explícito respecto a sus características e intencionalidad, que cumple con creces: «las anotaciones de los cuadernos negros son, en su núcleo, intentos de un sencillo nombrar: no un enunciar, ni menos aún apuntes para un sistema planificado». Sin embargo, como de costumbre, ante el ‘sencillo decir’ heideggeriano, sobre todo cuando se enreda en lo que me parece un galimatías iterativo, pierdo pie, me quedo exhausto, inerme, como un hombre en invierno, a campo abierto y sin abrigos, en mi propio páramo.

Fermín Herrero (La sombra del ciprés)