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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Selfie literario

«Esa titubeante melodía del acercamiento, casi del perdón, es lo más valioso y memorable de un libro inteligente, incisivo y muy bien escrito que, por lo demás, contiene una privilegiada panorámica del ambiente intelectual francés de las últimas décadas».

El nazismo y sus consecuencias internacionales entre 1939 y 1945 no sólo roturaron casi por completo la superficie de Europa sino que destrozaron millones de familias, y por supuesto no me refiero sólo a las literalmente destruidas por la muerte, sino a aquellas cuyos miembros se enemistaron irreversiblemente por diferencias ideológicas derivadas de las revoluciones fascistas, de los bombardeos atómicos, de los campos de concentración. En ese sentido la Segunda Guerra Mundial produjo muchos más daños de los documentados, y por tanto también en el ámbito privado es una certeza aquello de que todavía seguimos padeciendo las consecuencias de la tragedia. En las primeras páginas de su maravilloso opúsculo sobre El árbol, el novelista John Fowles lo expresó mucho mejor, al afirmar como de paso que “jamás llegaré a saber si la brecha que se abrió entre mi padre y yo habría sido menor de no haber nacido Hitler”.

La misma editorial que ha publicado en noviembre este ensayo de Fowles, Impedimenta, ofreció en primavera otro libro muy personal, en el que el sociólogo y narrador parisino Pascal Bruckner explicaba con detalles no sistemáticos pero sí minuciosos la complicadísima relación que le unió con su iracundo padre. Un buen hijo (publicado en Francia en 2014) se colocaba así dentro de esa corriente que en los últimos años ha reinventado el subgénero narrativo (y poético) clásico del retrato de alguien cercano (normalmente un familiar muy próximo o un cónyuge) y generalmente anónimo, tendencia que en España ha dado lugar a alguna obra maestra como Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente. Y como sucedió hace décadas con la biografía, se diría que en este tipo de libros se ha pasado de un tono prácticamente apologético, ditirámbico, casi hagiográfico, rendido de amor y admiración, a una severidad demoledora que a menudo sólo se explica a través del rencor, mejor o peor justificado. Desde las primeras páginas de las Meditaciones, donde Marco Aurelio daba devota cuenta de lo que había heredado de sus mayores, o las Coplas por la muerte de don Rodrigo Manrique hay, desde luego, un buen trecho, y la modernidad entró en estas evocaciones íntimas con las armas y las letras bien afiladas, y con un afán reparador y hasta justiciero ante el que todo lector, por supuesto, ha de ponerse en guardia: un juguetón autor de autoficciones como Enrique Vila-Matas bromeó sobre ello al decir que en cuanto uno llega a la segunda página de la Carta al padre de Franz Kafka ya se ha puesto radicalmente del lado del progenitor, aunque nunca conoceremos su versión de los hechos, y es ésa una impresión exacta. Muchas veces la mejor defensa de los retratados (aparte de la única) está en la crueldad sin matices o en la falta de comprensión o compasión que muestran sus retratistas, y en algunos de esos libros en principio veraces se puede llegar a producir lo que, pasando a la ficción, sucedía durante las Cinco horas con Mario de Miguel Delibes: el protagonista, que no decía ni una palabra y sólo recibía amargos reproches póstumos, quedaba nítidamente perfilado como un modesto héroe, alguien valiente y humilde a la vez, y un hombre, en fin, de comportamiento ejemplar. Como afirmaba el también admirable Atticus Finch en Ve y pon un centinela, de Harper Lee, “puedo soportar que me llamen cualquier cosa mientras no sea cierto”.

Esas semblanzas privadas pero compartidas son, naturalmente, libros que tienen mucho más de etopeya (esto es, de “descripción del carácter, acciones y costumbres de una persona”, según lo define la Real Academia Española) que de prosopografía (texto que se limita al retrato exterior), pero a poco que uno las lea con una mínima perspicacia detecta pronto que muy a menudo el autor desenfoca un tanto a su sujeto de observación para pasar a hablar esencialmente de sí mismo. Desde el mismísimo título de Un buen hijo, aunque pueda interpretarse como exclusivamente irónico, se insinúa quién es el verdadero protagonista del asunto, y en efecto Pascal Bruckner aprovecha esta crónica familiar para ensayar un buen puñado de páginas estrictamente autobiográficas, personales, solamente suyas, con fragmentos de memorias infantiles, recuerdos de campus, pequeñas glosas a la propia bibliografía primaria, mucho autoexamen y exhibición de confidencias e intimidades domésticas que sólo a un lector muy despistado podrían parecerle completamente honestas y valientes. Existen muchas formas de presumir, y algunas son muy retorcidas, como se puede comprobar permanentemente en las redes sociales. Así, esa técnica estilística confesional que consiste básicamente en hacer un striptease sentimental o, directamente, en inculparse de algo o autoflagelarse (algo más frecuente en poetas, al modo de Jaime Gil de Biedma), no es sino una obvia variedad de coquetería, por no decir vanidad, pero en todo caso afán de mostrarse, de revelarse, de convertirse en texto perdurable…, algo que por supuesto anoto no como defecto literario (pues a menudo produce resultados creativos excelentes) sino como constatación sociológica no especialmente reconfortante.

Si se me permite decir una sola cosa más sobre esto, me atreveré a apuntar que ese fenómeno, tan comentado, del “selfie” es algo que, en lo que respecta a la literatura, lleva actuando desde la Antigüedad, y que desde la Edad Media ha ido acentuándose paulatinamente hasta llegar a la irrespirable situación de hoy, cuando la exaltación del yo ha rebasado ya cualquier nivel imaginable y ha adoptado diversas formas literarias que siempre encontrarán en el canon precedentes que autoricen la obsesión por uno mismo o las irreprimibles ganas de dejar constancia de los propios asuntos, la famosa y tan innecesaria “huella”. ¿No inventó el autor del Lazarillo de Tormes el género ya puramente moderno de las “memorias de ficción” para comenzar a jugar con la credulidad del lector? ¿Se resistió Cervantes a la gamberrada genial de asomarse un par de fugaces y desconcertantes veces por El Quijote? ¿No levantó Montaigne un monumento de papel a sí mismo? ¿Cómo diagnosticaríamos la enfermedad que llevó a Amiel a escribir el exhaustivo y angustioso refugio de su diario íntimo, aterrado explícitamente por el miedo a desaparecer? O, rizando el rizo, ¿no es el Libro del desasosiego un “diario íntimo de ficción” en el que Vicente Guedes y Bernardo Soares van anotando lo que perfectamente podría ser el diario íntimo de Pessoa? No se pueden poner puertas al ego, y no hace ninguna falta, porque esa actitud narcisista desde siempre ha dado lugar a obras admirables (y no olvidemos que la poesía lírica es el principal género del yo, aparte del más complejo, ambiguo y escurridizo). Y, en todo caso, al final de todo, es imposible que un libro no nos diga cosas sobre su autor.

“Mi padre me educó en el odio hacia los demás, yo elegí consagrarme a su celebración. La belleza del mundo y de los seres no cesará jamás de dejarme sin aliento”, afirma Pascal Bruckner hacia el final de su crónica (p. 187), y esa cita ilustra perfectamente mi impresión de que, conscientes o no, los propósitos del filósofo y ensayista parisino no son tanto los de arremeter contra su padre y ajustar cuentas pendientes con él como de autocontemplarse, entenderse, explicarse y lucirse a través de una persona interpuesta. Un buen hijo es un combate desigual, porque, aparte de que es uno de los dos rivales el que cuenta las cosas, era francamente fácil salir victorioso de una comparación con un padre maltratador, irracional y racista, alguien no ignorante pero estancado en una frustración oceánica y un recelo definitivo hacia los demás, consecuencias de su colosal colección de prejuicios. Pero la sorpresa (y me parece que, como bien indica la contracubierta, el primer sorprendido es el propio autor) es que un libro que comienza con un niño que suplica a Dios que mate a su padre, y que parecía que, sin ningún suavizante, iba a desplegar una impugnación completa a su figura, una enmienda a la totalidad, un rechazo absoluto a su memoria…, acaba por presentar no sólo espacios considerables de encuentro y afinidad entre ellos, sino claras muestras de afecto cuyo inesperado asalto parece alegrar al propio autor, y por tanto a su texto, y por tanto a nosotros. Aparte de una serie de anécdotas que no sólo reconcilian a padre e hijo sino que reconcilian al lector con una crónica que parecía despiadada, rebosante de agravios y tensión, leemos episodios que despiertan la sonrisa, de modo que lo que se anunciaba como tragedia dolorida y violenta, todo un descensus ad ínferos (que en ocasiones se hace literal, pues el padre “era ingeniero de minas, y varias veces me llevó al subsuelo con él”: p. 57), se va atenuando hasta una convivencia soportable para acabar en un desenlace casi cariñoso. Bruckner no llega en ningún momento a comprender a su padre, pero alcanza a comprender que tal vez no haya nada que comprender, y que si bien no todos tenemos razón todos tenemos razones, y que toda persona es un enigma insondable, y que todo se puede describir pero no conviene condenar. En este sentido, puestos a intentar entender cabalmente a los implicados, una de las lagunas más extrañas y graves de Un buen hijo (y un argumento decisivo para etiquetarlo como autobiografía antes que como ‘quest’) es que apenas se diga nada sobre la infancia, los ascendientes y la formación del padre.

Esa titubeante melodía del acercamiento, casi del perdón, es lo más valioso y memorable de un libro inteligente, incisivo y muy bien escrito que, por lo demás, contiene una privilegiada panorámica del ambiente intelectual francés de las últimas décadas. Donde más brilla Bruckner es en las digresiones, cuando se desentiende de su relato familiar y se va por las ramas de la filosofía, la historia o la psicología, aunque en todo ello hay cierta “egolatría ilustrada”, pues nada de lo que explica en esas direcciones implica en ningún momento que se despreocupe de sí mismo. En ese aspecto jamás se despista. Obviamente no lo digo para juzgarle a él sino para evaluar su libro, pero el caso es que en Un buen hijo Pascal Bruckner nunca olvida lo que más le importa.

Juan Marqués