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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Más allá de vuestras leyes hay una pradera

Acerca del arte y la filosofía de caminar.

No existe el caminante que no se haya quedado corto. Y tampoco el individuo que haya cimentado sus ideas sin moverse de la silla que no haya terminado por hacer el ridículo. Porque el caminante es un soñador y lo que importa es soñar, no solo el camino, en tanto que el otro termina por cultivar los pensamientos de un inquisidor. Si uno piensa en Pessoa, por ejemplo, y lee con cuidado su Libro del desasosiego, la conclusión a la que llega es que esos párrafos que escribía en un café habían brotado en el trayecto entre su casa y la oficina. Pero el mundo actual ya no se puede medir en la escala en que lo medía Pessoa. La escala, de hecho, ya no es humana: ni en espacio, ni en tiempo ni en experiencia. Sobre este principio es sobre el que trabaja Rebeca Solnit (San Francisco, 1961) en su libro Wanderlust: una historia del caminar (Capitán Swing), uno de esos ensayos felices, uno de los libros de mejor calado que se publicaron en España a lo largo del año 2015. A su juicio, caminar es incompatible con la propiedad privada, o al menos con la propiedad privada tal y como se impone desde las grandes empresas, entre las que se encuentran muchos estados. A Solnit no se le escapa ninguna de las formas del caminar, desde el caminar juntos con ánimo de transformar el mundo, como en las manifestaciones, hasta la prostitución. Aunque no oculta que caminar es, por encima de la otra opción, caminar al aire libre. En ese sentido escrutando un mapa del mundo en el que ya todo está descubierto, la impresión que uno tiene es que solo cabe caminar por los lugares donde aún no se han impuesto las barreras físicas construidas por el hombre, como sucede en el Sáhara, como sucede en Mongolia.

El mundo se está descompensando por culpa de unas dietas que suponen que alguien eligió por cada uno de nosotros si perteneceremos a la estirpe de los gordos o a la de los hambrientos. La obesidad roba territorio en las manchas de la Tierra donde la gente podría disponer de espacios, tiempos y experiencias para caminar. En alguno de los pasajes de Wanderlust se tiene la impresión de que ese mundo del paseante, ya extinto, del hombre que reconocía una música interior mientras acompasaba su ritmo acompañándola, ya sido sustituido por la grasa. Y esta impide algo que uno llamaría espiritualidad si no fuera porque el término, de tan mal usado, parece cursi, facultara la compasión necesaria para exterminar esa otra parte del mundo, la de los hambrientos. Ahora la gente se mueve dentro de compartimentos estancos, que con frecuencia se llaman automóvil, entre las fronteras de algo que con frecuencia se llama ciudad, lejos de la idea romántica de que la vida rural y humilde es un suelo más fértil para las pasiones esenciales del corazón. Si el romanticismo supuso en su momento una subversión en la forma de entender el sentido del paseo, pues ellos fueron pioneros en sugerir que caminar era un acto cultural, una experiencia estética, Solnit aboga por una nueva revolución. O por la misma del romanticismo, ese caballo de Troya que introdujo el gusto por el caminar, y que acabaría por democratizar el paisaje echando abajo las barreras en torno a las propiedades aristocráticas.

En este sentido, existen pocos textos tan esclarecedores como la novela El sendero en el bosque, de Adalbert Stifter (Impedimenta). En ella se resume la biografía de un urbanita, ocioso, en edad de merecer que su desidia le inclina hacia la soltería. Se trata de una novela de iniciación en la que el protagonista supuestamente cruzó por la adolescencia años atrás. Hasta que un doctor, una especie de sanador místico o de persona que ejerce eso que hoy en día se conoce como Mindfullness, le recomienda hospedarse en un balneario durante una temporada para sanar sus dolencias, sus fobias, sus angustias. Allí el protagonista comenzará a conocer el bosque como antes conocía la ciudad, es decir, en lugar de ver un plano general en el que el paisaje cambia suavemente, encuentra particularidades, oportunidades, transformaciones abruptas: el muro de piedra, el sol, el árbol, el sendero, la vegetación que desaparece al ganar altura. Poco a poco, a pesar de sus intentos por mantener la consciencia de quien era antes, pierde la noción del tiempo y esa libertad le permite conocer a los habitantes del valle, generosos, sencillos. A medida que disminuye la ansiedad y descubre el ensimismamiento, el protagonista aprende a valerse por sí mismo. Y el que se vale por sí mismo ya está capacitado para enamorarse.

Ralph Waldo Emerson, en su texto Naturaleza (Olañeta), comienza con la pregunta “¿Para qué la naturaleza?”. La cuestión está planteada de forma muy oportuna, al menos para el urbanita. Al menos para gente como el protagonista de El sendero en el bosque: “para qué la naturaleza” no es lo mismo que “por qué la naturaleza”. Las respuestas de Emerson vienen en reflexiones con especulación de ensayo, pero con afán de imponer el lirismo: la naturaleza se refiere a esencias inalteradas por el hombre, como el aire o la hoja; la naturaleza proyecta cierta luz sobre el misterio de la humanidad; la influencia moral de la naturaleza en todo individuo es la cantidad de verdad que ilustra para él –de nuevo encontramos la respuesta a un “para qué” ingobernable, dado que debe referirse a la naturaleza con la mayor de las construcciones del hombre: el lenguaje–. Y: “…como cuando el verano llega desde el sur fundiendo las masas de nieve, y el rostro de la tierra reverdece de nuevo, así el espíritu que avanza lo adornará todo a lo largo de su camino, llevando consigo la belleza que le acompaña y el hechizo de su canto; diseñará rostros hermosos, corazones afables, discursos sabios y actos heroicos en torno a su camino, hasta que el mal ya no pueda percibirse”. Aunque su cita más sugerente es esa en la que afirma que la salud de la vista parece exigir un horizonte, que nunca nos cansamos mientras podemos ver bastante lejos. Emerson convoca el poder sanador del caminante en el hecho de que el paseo tenga lugar en la naturaleza y el caminante transforme su forma de mirar con los ojos. Se trata, sin duda, de facilitar el entendimiento con quien leyera su discurso. Pues si entre las esencias inalteradas por el hombre está el aire, que es lo invisible, el caminante no fiará todo a la mirada: el aire se hace visible con el viento y con el calor o el frío, que es algo que percibimos a través del tacto.

Regresando de nuevo a Wanderlust, donde Solint actualiza los pocos ensayos que sobre el caminar se han escrito, lo que Emerson llama horizonte, contraponiéndolo a pared, se parte de una serie de presupuestos que, intuitivamente, poca gente se atrevería a rebatir. El caminar está del lado de lo abierto en contraposición a lo secreto, de la propiedad pública en contraposición a la privada, de la vida en contraposición al poder. Se trata de una experiencia de la mirada, sí, pero de la mirada como parte del cuerpo. Caminar es “una experiencia corporal que no produce nada más que pensamientos, experiencias, llegadas”, afirma Solnit. En ese sentido, William Hazlitt, en su clásico ensayo De las excursiones a pie (incluido en Caminar, editado por Nórdica), establece una tetralogía de pensamientos, experiencias y llegadas: libertad, talento, amor, virtud. Algo que, añade, se obtiene paseando en solitario. El ensayo de Hazlitt nos regala la idea de que esos momentos de misantropía, que nos resultan tan necesarios, deberíamos procurar que sucedieran en el campo. Hazlitt reniega del encanto de pasear y charlar al mismo tiempo. Robert Louis Stevenson apoya a conciencia este parecer sugiriendo que la excursión a pie, en solitario, es esencialmente libre. Su Caminatas (incluido también en Caminar), es una defensa del estado de ánimo que siente quien se hace al camino, dispuesto a recibir todo tipo de impresiones y dejar que los pensamientos adquieran el color de lo que vemos. Dicho de otra manera, en el caminar ya no interviene el cuerpo como ser que comulga con el exterior. Stevenson introduce el pensamiento o, con más acierto, los colores de lo que vemos, lo cual hace suponer que nuestro interior también se está tiñendo de colores, al igual que antes marcaba una música, otro arte no muy alejado del color.

Cualquier maestro zen se pronunciaría afirmando que meditar mientras se camina no es caminar e ir meditando: es caminar. Hazlitt se pronuncia en idéntico sentido cuando sugiere que las excursiones a pie nos dejan a nosotros mismos atrás. Aunque, a la hora de la verdad, un buen número de personas parten para librarse de los otros. Hazlitt menciona el silencio, al igual que el maestro zen. Pero su silencio no sería incómodo, de esos que se quiebran bajo los lugares comunes o las tentativas de ingenio; es un silencio al ritmo de la elocuencia perfecta del corazón. Stevenson lo define como un estado de ánimo que comienza con la esperanza y con energía, y con la paz y la saciedad espiritual del descanso de la noche. Los que pertenecen a la hermandad del paseante, a juicio de estos dos clásicos, se enfrascan en unos sentimientos a los que no cabe atribuir definiciones, palabras, porque los sentimientos no se enuncian, no se explican, se aprenden de manera autónoma, en soledad. Y los buenos sentimientos, los más necesarios, son los que generan un estado de ánimo como el que embriaga a quien se hace al camino. Sus ensayos destilan la idea de que nada combate mejor la ansiedad que los paseos a pie por la naturaleza, cuando poco a poco incorporamos el paisaje o nos incorporamos al paisaje, hasta que observamos todo como en un animado sueño, hasta que somos incapaces de crear nada porque, afortunadamente, necesitamos espacio para recomponernos en tanto que nos convertimos en criatura del momento, perdida, hace horas, nuestra tormentosa personalidad. Si Hazlitt es contundente en su conclusión: “No es domesticable nuestro carácter romántico e itinerante”, Stevenson es mucho más expresivo: “No controlar el paso de las horas durante una vida es vivir para siempre”. El propio Chatwin, un andarín contemporáneo, recogería la idea cuando afirmó que el movimiento es la mejor cura para la melancolía. Y la propia Solnit actualiza la enfermedad para que no la temamos, dando por supuesto que para quien necesite reflexionar o crear, como sucede a la mayoría de los caminantes, en pequeñas dosis, la melancolía, la alienación y la introspección se cuentan entre los placeres más refinados de la vida.

Ahora bien, ese Beatus ille que entonan estos dos bardos nos lleva a preguntarnos a qué se debe su anhelo por caminar inmerso en la naturaleza. Al fin y al cabo, ¿a qué ruidos se exponían durante su vida cotidiana en la ciudad?: el paso de cuatro coches tirados por caballos, el grito del afilador o el anuncio del recogedor de chatarra, la luz de gas interrumpiendo la noche, el humo de pipa en los salones para hombres, una docena de personas con las que se cruzaban durante el trayecto entre su casa y la del sastre, las maldiciones que mascullaba el vecino al combatir la plaga de orugas que roían las hojas del rosal. Tiene que ser de nuevo Rebeca Solint, a través de su brillante ensayo, la que actualice a los excursionistas clásicos. En su libro no falta a la cita con el paseante urbano y con el flaneur. Una novedad que se impone para combatir la soledad haciendo del día a día multitud: “Las ciudades han ofrecido siempre anonimato, variedad y conjunción, cualidades las tres que se disfrutan mejor caminando”. Pero unas cualidades que también, según sus criterios, imponen una insalubridad deliciosa: un caminar oscuro que deriva en prostitución, ligoteo, compras, desórdenes, fisgoneos y otras actividades placenteras, pero que difícilmente alcanzan la altura moral del gusto por la naturaleza.

De entre todos los escritos de Henry David Thoreau en este sentido, en los que inevitablemente defiende esa misma idea, si existe uno que merezca la pena leer por su espontaneidad son sus diarios (El diario (1837 – 1861), Capitán Swing). “Toda idea preexiste ya en la naturaleza”, afirma. Una frase que bien podría encabezar Las ensoñaciones de un caminante solitario, de Rousseau, o bien resumir el volumen completo, pues “durante un paseo es capaz de vivir en el pensamiento y la ensoñación, ser autosuficiente y, de este modo, sobrevivir al mundo”. Thoreau era muy radical en su propuesta: “Si estás listo para abandonar a tu padre y a tu madre, a tu hermano y a tu hermana, a tu esposa y a tu hijo y a tus amigos y no volver a verlos, si has pagado tus deudas y has hecho tu testamento y has arreglado todos tus asuntos y eres un hombre libre, ya estás listo para un paseo”. Por otra parte, no dejaba de existir cierta impostura en su propuesta, pues su legendaria estancia en Walden, desde donde partirían buena parte de sus excursiones a pie, es un alejamiento relativo, a tan pocos kilómetros de su Concord natal como para poder llegar a la casa de su familia un mediodía de invierno para comer del puchero común, junto al fuego del hogar. Pero Solnit otorga beneficios para los demás también en esta figura. Descubre el juego, tan a la orden del día en la actualidad, donde las normas federativas sugieren que se debe ir a recoger setas armado con un GPS o no hay mochilero que viaje sin la Lonely Planet de turno, en el que se demuestra que uno no es un vagabundo real. Sin embargo, hay que estar bien asentado para desear semejante tipo de movilidad, lo cual es un elogio del juego. Y nuestro aprendizaje siempre comienza jugando. En cualquier caso, la impureza del caminar también lo hace valioso, a través de los pensamientos con que uno topa o los encuentros ya inevitables hasta para los peregrinos. O sobre todo para los peregrinos que representan en nuestra cultura el viaje espiritual.

“Si la vida misma se describe como un viaje, dicho viaje se suele imaginar como un viaje a pie”, dice Solnit. Quien también se refiere a la edad de oro del caminar, la misma que hoy mitificamos, “que comenzó a finales del siglo XVIII y, temo, expiró hace algunas décadas; una época caracterizada por la creación de lugares por donde caminar como por la consideración del caminar como un placer. Esa edad de oro brilló al máximo a comienzos del siglo XX”. Es en esa época, o en la idealización de esa época, que no comienza con ninguna fecha concreta ni, por supuesto, debemos dar por finalizada, en la que se concentra el ensayo de David Le Breton, Elogio del caminar (Siruela), otro libro clásico ya entre la familia de los rompesuelas. Le Breton comienza afirmando que caminar es vivir el cuerpo. Y para ello propone dicha actividad como algo propiamente humano, como una forma de dar sentido al mundo, de comprenderlo y compartirlo, como hizo el primer ser humano cuando se puso en pie y cambió la existencia. Así es como el hombre que comienza a caminar vuelve a transformar el mundo cada vez que da el primer paso. Entonces el mundo queda reducido a las proporciones del cuerpo, también en la escala temporal. También en la travesía por el silencio. Le Breton consigue definir ese silencio donde Stevenson o Hazlitt no acertaron: “El caminante está a la escucha del mundo”. El silencio es un filón moral que nos permitirá retomar el contacto con el mundo. El silencio es un “aliado a la belleza del paisaje”.

Aunque esté escrito a finales del siglo pasado, Le Breton no abandona la tradición de la mirada del caminante que defendieran Stevenson o Thoreau. Para él, caminar es una poda de todas las preocupaciones. La necesidad de orientarnos, de valorar esfuerzos, de afrontar el incesante desequilibrio de la Tierra, nos reduce a una esencia en la que somos una emoción antes que una idea: “una bienaventurada humildad ante el mundo”. “Me paré hoy en el camino para admirar cómo los árboles crecen sin premeditación, indiferentes al tiempo y a las circunstancias. No esperan, como hacen los hombres”, son palabras de Thoreau, escritas a vuelapluma en su diario, que exponen en concreto la hipótesis que en abstracto defiende Le Breton. “El panorama de estos bosques en flor me intoxica: esa es mi dieta”, expone Thoreau; o: “No podía permanecer sentado mientras soplaba el viento”; “todo paisaje me sería agradable, si se me asegurara que el cielo se extiende, como un arco, sobre un único héroe”; “¡Ah, querida naturaleza, el mero recuerdo de los bosques de pinos, después de haberlo brevemente olvidado! Vengo a ella como un hombre hambriento a una corteza de pan”; “el interés que tengo en el sol, en la luna, en la mañana, en la tarde, me lleva a la soledad”, son alguna de las citas que se pueden extraer de la lectura de los diarios y que suponen un avance de la teoría, romántica, de Le Breton quien, a su vez, aporta otra conclusión que firmaría su amigo del alma: “Así como la vida ordinaria es a menudo amnésica respecto a las cuestiones fundamentales –excepto cuando se enfrenta a la ausencia, a la enfermedad o a la muerte–, en el camino cada instante nos enfrenta a una continua interrogación basada en asuntos mínimos”. Pero ese amigo puede ser mucho más concluyente que el intelectual francés: “Más allá de vuestras leyes hay una pradera (…) No hay armonía entre un corredor de bolsa y la puesta de sol”.

Solnit, que reúne el romanticismo de uno, la inteligencia del otro, la curiosidad del tercero, la lectura de todos ellos, también defiende que si hay una historia del caminar, tiene que llegar allí donde el ocio está menguando, donde los cuerpos están en el interior de edificios. Caminar es un acto subversivo en este extraño y disparatado mundo, tan yermo y tan prosaico, hecho más para estar de paso que para ser vivido, que dijo Thoreau. El caminante solitario estaría en el mundo, pero aparte de él, es más que espectador, pero menos que participante. Y pone como ejemplo a John Muir, el pionero en considerar que caminar por el paisaje define la virtud de la defensa de la Tierra, que el caminante batalla contra la explotación económica del medio ambiente en nombre del progreso. Ese progreso, esa economía que nos ha transformado a todos en almas con problemas, eso que en la Edad Media se conocía como un alma errante. Le Breton da por supuesto que la cura es inalcanzable en tanto la sociedad exista bajo las premisas con que ahora tenemos que soportar, esas que toleran tan mal el vagabundeo como el silencio. Basta con reconocer el éxito de los televisores en la colonización del espacio familiar para hacer irrebatible este aserto.

“El caminar como una actividad cultural, como un placer, como un viaje o simplemente como un modo de moverse está decayendo y, al decaer, desaparece una relación antigua y profunda entre cuerpo, mundo e imaginación. Quizás se pueda imaginar el caminar como una ‘especie indicadora’, para usar un término propio de la ecología. Una especie indicadora refleja la salud de un ecosistema y su disminución o puesta en peligro puede ser una temprana señal de alerta de que sufre un problema sistémico. Caminar es una especie indicadora de varios tipos de libertades y placeres: tiempo libre, espacio libre y atractivo y cuerpos sin trabas”. Solnit no es optimista respecto al futuro de quien sana, aunque sea levemente, mientras camina. La falta de espacios y tiempos, la desaparición de los instantes reflexivos no planificados que han suscitado pensamientos y ensoñaciones, concluyen en la decadencia del caminar. “Las máquinas se han acelerado y las vidas les han seguido el ritmo”. Si algo caracteriza a la vida contemporánea es una neurosis con acento urbano. Solnit reivindica la lucha por el espacio libre, por la naturaleza e incluso por el espacio público, lo cual supone tanto como hacer apología de la insurrección. Una lucha que carece de sentido si no va acompañada de la lucha por el tiempo de ocio para recorrer dicho espacio. “De otro modo, la imaginación individual será allanada para montar en su planicie cadenas de tiendas que sacien el apetito consumista, agiten la delincuencia y provoquen las famosas crisis”.

Ricardo Martínez Llorca