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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«Hecatombe», William Gerhardie

Parte sátira, parte ciencia ficción, esta obra que presagia la era atómica se convirtió en la novela favorita de Evelyn Waugh, que declaraba: «Yo tengo talento, pero lo de Gerhardie es genio...».

Hecatombe, elogiada por Arnold Bennett por «su atroz y brillante originalidad», es la novela más salvajemente divertida de William Gerhardie (Los políglotas). Esta es la historia de Frank Dickin, un joven aspirante a escritor, y su relación con una excéntrica familia rusa, en particular con su hermosa hija Eva. Dickin, al que todos consideran pariente de Dickens, es también el protegido de lord Ottercove, un magnate de la prensa enamorado de la futura novela de Frank, en la que este narra sus aventuras y desventuras amorosas con las dos hijas de los emigrantes rusos. Con la aparición de un científico loco que se propone acabar con el sufrimiento de la humanidad valiéndose de una explosión atómica, la novela se deslizará de la mejor comedia social hacia uno de los mayores apocalipsis de la ciencia ficción.

I

-No, no, «Yo-también», será mejor que te marches ahora o que te quedes a esperar en el taxi.

-Pero el taxi va a costarte un dineral, cariño. -No era característico de Eva, reflexionó él, preocuparse por sus gastos-. Más vale que suba contigo.

-Que no. Lord Ottercove me ha citado a mí.

-Pero a mí también me gustaría verle.

-Pero él no ha pedido verte.

-Pero a lo mejor le gustaría, si me conociera.

-No te conoce.

-Lo haría si subo contigo.

¡Qué difíciles le ponía las cosas siempre!

Siguieron discutiendo ante el portal del alto edificio de Fleet Street, cuyo letrero luminoso, que se elevaba por encima del tejado, anunciaba en palabras flamígeras Daily Runner, mientras el taxímetro marcaba el paso de los eones y los eones iban sumando peniques. Desde la acera, contempló la construcción enorme e inescrutable y pensó que, en alguno de sus rincones más secretos, el gran lord Ottercove, inmóvil como una araña, lo estaría esperando en el vestíbulo, mientras la manecilla negra del reloj se acercaba a la hora fijada para la entrevista.

Tras dejar a Eva en el taxi, se alejó con una premura poco natural, a paso harto confiado, para enfrentarse a un conserje con galones que escuchó con ligera pero genuina sorpresa la noticia de que el visitante tenía una cita con su señoría. Celoso como san Pedro del acceso a Dios, el portero le dio un formulario que debía rellenar con información biográfica y del carácter general de la visita: dicho formulario lo precedería hasta el destino deseado. El solicitante, mientras tanto, debía esperar a que se ratificara la exaltada entrevista. Una vez obtenida la confirmación, el fiel portero confió al joven visitante a un ascensorista, que, tras llevarlo varias plantas arriba, lo transfirió a otro camarada, que, finalmente, lo llevó hasta un tercero. Cada uno de los ascensoristas a los que se confiaba su persona parecía más exclusivo y tenía modales más solemnes y al mismo tiempo más deferentes que su predecesor: la marca de quien habita en las alturas, inmune a los asuntos de los simples mortales. Subían y subían, cada vez más alto, hasta que las puertas del ascensor volvieron a abrirse y él pasó a manos de un botones que, evidentemente, se hallaba muy lejos de la raza de insignes ascensoristas. Este le pidió que lo acompañara unos pocos escalones arriba -la última escalera dorada hacia el cielo-, hasta un descansillo donde lo desembarazó de su burdo abrigo, lo invitó a subir otros tres peldaños alfombrados y, solicitándole que esperara, llamó reverentemente a la puerta.