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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Jirí Weil: Vida con estrella

Tras la publicación en 2016 de Mendelssohn en el tejado (Impedimenta), obra escrita diez años después que Vida con estrella, siendo sin embargo publicada en España con anterioridad, se nos presenta este singular libro que de primeras parece más deudor de Alexandr Solzenitsin que de la propia Ana Frank.

Y decimos de primeras, especialmente por las descripciones que sobre el hambre y la miseria encontramos, si bien no tardamos en darnos cuenta de que las consecuencias de cualquier guerra establecida en torno a regímenes totalitarios son, en el grueso anónimo de la población, las mismas. Si a esto sumamos las vivencias que tuvo el autor como judío tanto en Praga (nació en Praskolesy, a cuarenta kilómetros de la capital checa) como en Moscú (trabajó como traductor de las obras de Gorki, Maiakovski o Pasternak, llegando incluso a atreverse con textos de Lenin) no nos queda más remedio que entender a Josef Roubicek, protagónico del libro, de otro modo.

Este personaje se nos muestra interesante en tanto en cuanto que, a pesar de los abismos en que se mueve, tiene una gran capacidad que llega al lirismo siempre desde la indolencia que se le permite como anónima víctima del secuestro nazi (el mismo autor consiguió evitar este tipo de ocupación huyendo de su Praga natal) existir. Con la presencia que le alimenta y le llega a conmover tanto de su amada Ruzena y del gato Tomás, el vivir esta experiencia desde la más absoluta soledad le hace identificarse con sus otros desde cierta heroicidad; ellos hablan de la muerte como si fuesen soldados a los que van a matar con una capacidad para defenderse que, en realidad, no existe.

Sin embargo, su desaparición dista mucho de ser heroica pues van a ser llevados a un campo de concentración (es curioso como los rusos los llamarían de reeducación), si es que no están ya en él. Jirí Weil trabaja el terreno de la evocación o ensoñación de la realidad, su necesidad de huir de esta, de un modo prodigioso a la vez que sencillo y podríamos decir que hasta cinematográfico.

Todo empieza con las noticias por las que le van a quitar sus bienes, los pocos que le quedan en lo que parece su casa de renta antigua; alguien ha dado el chivatazo de que todavía posee una máquina de escribir (cuando en verdad escribe hace tiempo ya con lápiz sobre papel) y que incluso tiene un instrumento musical, lo que causa ya encima cierta hilaridad. Es por este tipo de detalles por los que la literatura gana a la política siempre, aunque sea a escala del pequeño lector que hoy trata de entender esa realidad siquiera desde lo que él también observa todos los días.

Aparecen igualmente personajes como su tío Pavel y familia, sobre los que también pudiera estarnos hablando de un enfrentamiento no sólo con autoridades, sino civil, entre víctimas que en vez de aliarse, se aíslan. Este hecho, contrariamente a lo que pudiera parecer, ayuda a Roubicek, en tanto en cuanto su personalidad se desdobla, de tal forma que asistimos tras el campo semántico del cultivo de cebollas, lechugas,… a la banda visual o sonora, según se quiera, del exterminio. Y es que, como se llega a escribir, en este estado de cosas, un hombre muere hasta mil veces sin apenas darse cuenta de ello.

Hablábamos en un principio de la deuda o admiración por el autor de Archipiélago Gulag, cuando Roubicek cuenta que hasta el hambre había aprendido a gritar, le creemos, al igual que cuando leemos esto: “Yo estaba débil. Quizá amara la debilidad, quizá quisiera verme humillado. Pero no estaba negociando con ella. Me bastaba con que guardara las formas. Temía despertarla”.

Daniel González Irala