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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Creerse Dios

Todos los años las calles de la ciudad vieja de Jerusalén se llenan de mesías. A estos se suman un buen número de mujeres que aseguran ir a dar a luz al Niño Jesús (normalmente sin estar siquiera embarazadas) y de hombres que creen ser profetas del Antiguo Testamento. Así, hace algún tiempo, un norteamericano que creía ser Sansón se desplazó a Jerusalén con la idea de mover un bloque de piedra del Muro de las Lamentaciones, pues, según él, no se encontraba en el lugar adecuado. Este fenómeno, conocido como síndrome de Jerusalén, tiene su punto álgido coincidiendo con la Semana Santa y la Pascua judía (por alguna razón, solo se ha descrito en judíos y cristianos, no así en musulmanes) y puede darse incluso en personas sin ningún tipo de sintomatología previa. Según un artículo publicado en The British Journal of Psychiatry, algunas personas que llegan a Jerusalén como turistas, normalmente acompañados de sus familiares o en grupos de viajes organizados desde países mediterráneos, sufren una inexplicable transformación transcurridos unos días en la ciudad. De repente, sienten la necesidad de proclamar salmos o versículos de la Biblia y se ven obligados a pronunciar sermones, casi siempre de mensaje confuso, en alguno de los lugares sagrados que abundan en la ciudad. Pasados unos pocos días, vuelven a la normalidad.

Es posible que a los psiquiatras del centro que suele atenderlos, el Kfar Shaul Mental Health Center, se les haya pasado por la cabeza alguna vez la idea de jun­ tarlos en una especie de terapia de grupo. No sabe­ mos qué pasaría si la mujer que va a dar a luz al Niño Jesús se encuentra cara a cara con su hijo… ya adulto, pero lo que ocurrió a finales de los cincuenta en el Hospital Estatal de Ypsilanti, Michigan, nos puede ayudar a hacernos una idea. En 1959, el psicólogo social Milton Rokeach llevó a cabo un controver­ tido experimento con tres hombres que creían ser Jesucristo. Rokeach juntó a aquellos hombres, que convivieron durante dos años, con la esperanza de que, al verse confrontados con otras personas que reclamasen su misma identidad, su delirio (por defini­ ción, inmodificable) hiciese aguas. Como precedente de su estudio de investigación, citaba un caso del psicoanalista, y novelista, Robert M. Lindner. Este describió la historia de dos mujeres que decían ser la Virgen María. Al entablar conversación, y después de decirse la una a la otra «Eso no puede ser. Debes de estar loca » en repetidas ocasiones, una de ellas llegó a la conclusión de que, si la otra mujer era la Virgen María, ella debía de ser su madre, santa Ana. Según cuenta Lindner, poco después esta mujer respondió al tratamiento, abandonó su delirio y fue dada de alta.

Por supuesto, dudo mucho que un solo comité de ética en el mundo pudiera aprobar hoy en día un estudio de investigación de este tipo. Desde nuestra perspectiva, el experimento de Rokeach nos parece inmoral, sobre todo si tenemos en cuenta que no se limitó a reunir a los participantes, sino que, entre otras artimañas, los manipuló enviándoles cartas que contribuían a reforzar su delirio. No obstante, hay que recordar que el experimento se llevó a cabo en 1959. En esa época, la CIA ya estaba poniendo a prueba distintos métodos de control mental, como el LSD o la privación sensorial, a través del Proyecto MK Ultra, y no sería hasta un par de años más tarde cuando Milgram demostró que al ser humano no le tiembla el pulso a la hora de cumplir órdenes, ni siquiera cuando está a los mandos de un aparato de electroshock.

Con todo, el libro que recoge los pormenores de este peculiar estudio, Los tres Cristos de Ypsilanti. Un ensayo sobre la locura (Impedimenta, 2016), contiene un material muy valioso, no solo porque detalla cómo fue la convivencia entre los tres hombres (cordial contra todo pronós­tico, salvo en momentos de gran tensión, como cuando discutieron sobre si Adán era blanco o negro), sino también porque arroja algo de luz a la pregunta: ¿Qué hay en la figura de Jesucristo para que resulte tan atrayente a los psicóticos?

Llama la atención que psicóticos como el psiquiatra Wilhelm Reich, profundamente ateo, o el poeta y dramaturgo Antonin Artaud, que siempre se declaró en contra de las creencias religiosas y no se con­virtió al catolicismo hasta que ingresó en el psiquiátrico de Rodez, se declara­ sen portavoces de la palabra de Cristo. En Los cuadernos de Rodez, Artaud afirmaba ser Dios, pero, por alguna razón, ese delirio no terminó de cuajar: «Yo era el todopoderoso Padre eterno, ¿por qué he perdido mi lugar y ya no soy más que un ser entre los otros?». No sé qué le hizo abdicar, pero lo que está claro es que Artaud se equivocaba. Él nunca fue uno más entre los otros. Era alguien que a duras penas podía resguardarse de sus propios pensa­mientos: «En vez de pensar para resolver, no pensar en absoluto (…) Autodefensa: no profundizar en lo que soy y que nadie sabe (…) Soy el infinito y profundizar no acabaría jamás». Ser Dios o ser un pozo sin fondo condenado a interrogarse hasta el infinito: esa era la cuestión a la que se enfrentaba Artaud.

A los psicóticos sus pensamientos se les imponen como si fueran palabra de Dios, pero ¿por qué alguien querría ser la persona que está destinada a sufrir más que nadie? Se podría pensar que no hay candidato mejor que Jesucristo, punto de unión de lo divino y lo humano, para protagonizar un delirio de grandeza. Sin embargo, la historia de Leon Gabor, uno de los tres Cristos de Ypsilanti, muestra también un aspecto que a menudo pasamos por alto. Rokeach sugiere que, más que un delirio de grandeza (Leon se debatía a menudo entre ser Dios «o el Señor Estiércol), este hombre tiene un delirio de bondad. Leon aspira a ser el hombre más bueno del mundo, el hijo que toda madre quisiera tener, el Hijo en mayúsculas. De todas sus afirmaciones se desprende que, más que Dios, Leon quiere ser hombre. Por alguna razón, relaciona a Jesucristo con la masculinidad: «Quien tenga testículos es Cristo», «En lo tocante a la masculinidad, soy Jesucristo» o «Él-en referencia a otro Cristo- no es Jesucristo (…) Nunca ha estado con una mujer». En este caso, la insistente pregunta a la que trata de responder mediante el delirio es «¿Soy un hombre o no?». Al parecer, para serlo tiene que dar un rodeo raro: solo puede ser hombre a través de Jesucristo.

Cabe destacar que antes del delirio ninguno de estos hombres era particularmente religioso; no obstante, sus familiares más directos sí lo eran: la madre de Clyde leía la Biblia a diario; la de Leon llenó la casa de crucifijos e imágenes de santos; la abuela de Joseph hablaba con Dios como si lo conociera personalmente. Este pasado religioso se deja entrever en el delirio. Así, el de Leon puede entenderse como una vuelta de tuerca al mito de Edipo pasando por el Nuevo Testamento. La relación con su madre, a la que llama «la Vieja Bruja», tiene tintes incestuosos. Como señala Rokeach, «La Santísima Virgen María de Nazaret había sustituido como madre a la Vieja Bruja y tras la reencarnación se había casado con ella».

Respecto a su padre, que los abandonó para formar otra familia, dice: «Mi padre es una paloma blanca que se convirtió en mi padre adoptivo ». Es de imaginar que Leon se sintió abandonado por su progenitor, como en la Biblia se dice que le ocurrió a Jesucristo, y trató de llenar el hueco a través del delirio: «Mi mujer es Dios todopoderoso (…) Mi mujer está dentro de mí. Es también mi padre y mi madre». A diferencia de Clyde y Joseph, Leon nunca había estado casado.

Otra cuestión importante que plantea Rokeach es en qué medida estos delirios son resistentes, hasta qué punto son inmunes a la realidad. En un momento de su estancia, la madre de Leon, «la Vieja Bruja», acude a visitarle al hospital. Los cambios que se producen en él como consecuencia de esta visita, ya apuntados en el párrafo anterior, ponen de manifiesto lo sumamente elástico, dentro de su rigidez, que es un delirio, su inmenso poder de absorción, por así decirlo, ya que es capaz de hacer que la realidad entera pase por su tamiz. Otro momento clave tiene lugar cuando el investigador les muestra un recorte de periódico en el que se describe con todo lujo de detalles el experimento del que son parte sin saberlo. Uno de ellos se da cuenta y acusa a Rokeach de estar haciendo «psicología retorcida», pero otro llega a afirmar que «Los tipos de los que habla el periódico se están poniendo en ridículo» y se pregunta: «¿Por qué tendría alguien que ser otro?». Esto sugiere que el delirio es una especie de cámara acorazada, prácticamente infranqueable, que mantiene al sujeto en un aparte, a cubierto de una realidad con frecuencia dolorosa, pero también a costa de estar, en menor o mayor medida, al margen de ella.

Lo que nos lleva a la función que tiene el delirio para el sujeto y, por tanto, a la necesidad de respetarlo. John Forbes Nash, Premio Nobel de Economía, en cuya historia se basó la película Una mente maravillosa, admitió que para salir del hospital tendría que mentir con respecto al delirio, pero que, de algún modo, lo guardaría debajo de la alfombra para cuando volviera a necesitarlo. También cuando Leon sentía la necesidad de alejarse de la situación se retiraba «a un reino más apacible». A través del delirio estas personas reconstruyen un mundo que se les ha venido abajo. Tal vez por eso, porque les ha tocado en suerte el papel de «hacedores», se crean dioses. Teniendo en cuenta lo anterior, no es de extrañar lo que ocurre cuando se les confronta abiertamente. El psiquiatra de guardia que atendió al hombre que creía ser Sansón le dijo que eso no podía ser, pues, según la Biblia, Sansón nunca había visitado Jerusalén. Como era de esperar, su intervención dio lugar a un empeoramiento de los síntomas. El delirio hay que respetarlo, ya que es la forma que tienen estas personas de resurgir de sus cenizas, su forma de ser.

Por supuesto, eso no significa que no haya que intervenir, sino que hay que intervenir lo justo, respetando siempre la autonomía del paciente, sin tratar de imponer nuestra verdad a toda costa como si fuera palabra de Dios. Al arte de intervenir o no, a la humildad necesaria en todo terapeuta, le dedica el psiquiatra Fernando Colina un capítulo de Sobre la locura (Cuatro, 2013), cuya lectura les recomiendo. Porque, como reconoció Rokeach, a veces, con la mejor de las intenciones, investigadores y terapeutas nos creemos dioses. En primer lugar, porque con frecuencia tratamos de imponerles una visión del mundo más a nuestra imagen y semejanza que a la suya. Pero también porque no hay mayor delirio de grandeza que creer que está en nuestra mano eliminar todo el sufrimiento del mundo. –