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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Un arquetipo femenino

Muy célebre en su momento, «La Madona de los coches cama», obra del francés Maurice Dekobra, recoge la doble tradición de la novela de aventuras y el misterio de la mujer fatal, la tradición de la novela trepidante y cosmopolita, que tanto éxito cosechó en los años, vibrantes y amenazadores, de la entreguerra europea.

La Madona de los coches cama pertenece, ya desde su título, a esta literatura cosmopolita, cínica y burbujeante que se dio en la entreguerra, y cuyo protagonista último acaso fuera la metrópoli; la metrópoli en cuanto que doble símbolo veterotestamentario: como prueba de los logros humanos y como lugar de condenación de la especie.

Como sabemos, en esta tarea de ponderar los avances técnicos y el ápice civilizatorio del XX concurrieron numerosos géneros, desde el genero policíaco a la novela de aventuras, y desde el gran periodismo de Chaves y Koestler a los ensayos de Walter Benjamin, Franz Hessel y León-Paul Fargue.

El Asesinato en el Orient Express de la señora Christie, publicado en el año 34, resume espléndidamente esa encantadora mezcla de exotismo y cursilería, en la que sus personajes medran o naufragan alrededor de un misterio. Y es precisamente ahí, en este doble pliegue de lo exótico y lo trepidante, donde se acoge La Madona de los coches cama, con el suntuoso añadido de otro producto de época: la mujer fatal, de naturaleza hipnótica y esquiva.

A nadie se le escapa que aquella sed de esplendor y aventuras respondió, en buena medida, al monstruoso infortunio que afligió a la humanidad, como una verdadera plaga bíblica, durante la Gran Guerra. A un espantoso dolor le siguió, en consecuencia, una vertiginosa necesidad de ensueño.

Y es en esa Europa soñada donde los protagonistas de la novela se enfrentan a otro de los peligros exóticos del momento, cual fue el peligro bolchevique. Los personajes de La Madona de los coches cama cruzan, pues, una Europa suntuosa y alegre para llegar, Constantinopla mediante, a ese nuevo reino de los antípodas, donde la propiedad ha sido suprimida y donde un robusto ideal de hombre se erige sobre el crimen.

Como parece lógico, la amenaza bolchevique concitó una enorme curiosidad entre el público informado; lo cual, literariamente hablando, tenía el doble añadido del exotismo y el misterio, junto a la formidable promesa/amenaza de una utopía, hasta entonces ignorada. De este modo, la corte de Petersburgo, tan «europea» en tiempos de Catalina la Grande, pasará a ser una suerte de nuevo trono del Kan, bárbaro y despiadado. Tras la segunda guerra, Márai aún lo describiría así en sus memorias, cuando ve a las tropas soviéticas entrando en Budapest, como un temible heraldo, desordenado y sucio, del Oriente.

Sea como fuere, en La Madona de los coches cama se enfrenta, a la desesperada necesidad de lujo de sus personajes, un ideal igualitario que en Dekobra muestra su rostro más inhumano. Se concitan así un mundo emergente -el mundo vertiginoso y unánime del soviet- y una civilización que se sabe frágil y en ruinas. Probablemente, fue esta misma fragilidad, tan presente en aquella hora del siglo, la que idealizó las dulzuras del amor y del lujo que halagan a sus protagonistas.

Dulzuras, por otra parte, que hoy pueden resultar sonrojantes para el lector moderno, pero que vienen compensadas por un humorismo ágil y refinado, y que se sustentan, cómodamente, en la pericia literaria de Dekobra. A este respecto, digamos que Dekobra pertenece a ese tipo de escritor, brillante y mundano, que encarnaron Boris Vian, Jardiel y muchos otros. También al linaje de los aventureros que encuentra en Essad Bey, el formidable judío ruso, una de sus cimas.

Debe reconocerse, en todo caso, que La Madona de los coches cama no ha envejecido tan bien como las obras, pongamos, de Poncela y Christie. Y ello por un desfallecimiento lírico, inocuo y pasajero, que no aminora, sin embargo, ninguna de sus virtudes: la suntuosidad, el erotismo y esa dulce perfidia que encarnan tanto lady Diana Wynham como su oponente, la bella y despiadada soviet, Irina Muravieva.

En esa figura de la mujer fatal, considerada como el fruto último, como el fruto más valioso de la civilización, se resume otro de los felices aciertos de Maurice Dekobra. No en vano, Dekobra fue un bon vivant, grato a las mujeres, que conoció el éxito literario y los triunfos galantes. Cuánto hay de ello en su literatura es algo que no sabríamos decir. Sí podemos afirmar que su literatura es una literatura humana y cordial, que sueña el esplendor a la luz del crepúsculo.

MANUEL GREGORIO GONZÁLEZ