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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Maryse Condé, postales de una infancia ensoñada

La escritura nació en las Antillas y desde su sabiduría traza un libro de memorias particular que se hace global

Yvelise. Ese sí que era un nombre bonito. No como Maryse. «Por más que mis padres me repitieran que era un homenaje a dos valerosas aviadoras que habían logrado no sé qué hazaña aérea, no me impresionaban nada». Maryse envidiaba el nombre de su mejor amiga: Yvelise: la suma de los de su padre y su madre: Yves y Lise. Se conocían desde preescolar. Eran del mismo color, «ni muy negras-negras, ni tampoco muy rojas», igual de delgadas y con idéntica altura.

Sus madres eran las dos profesoras, y eso, en el archipiélago antillano de Guadalupe, aún una colonia francesa en aquellos años 40, las situaba en un estatus social privilegiado. El padre de Maryse era un funcionario que mantenía las formas. El de Yvelise no: «Se pasaba la vida de flor en flor. A Lise nunca le duraban las sirvientas ni las buenas amigas, a excepción de mi madre». Lise, «absorta en sus dramas amorosos», apenas miraba a las niñas cuando jugaban juntas, después del colegio.

Maryse era una alumna excelente. En cambio, a Yvelise le costaba mucho leer, hacer una cuenta sencilla o memorizar cualquier lección. «Eso avivaba mi instinto protector. Yo era su ángel de la guarda». Segura de los lazos que las unían, cuando a Maryse le pidieron en un ejercicio de clase que describiera a su mejor amiga, no tuvo problema en escribir que Yvelise no era guapa ni inteligente. Si lo era, ¿qué había de malo en decirlo?

Su profesora no lo entendió así; la castigó e informó a los padres. La madre de Yvelise montó en cólera: «¿Pero qué me creía, eh? Normal, viniendo de una familia que iba por ahí como si su mierda no oliera, una familia de negros que se las daban de blancos». Como consecuencia, las niñas pasaron aquellas navidades sin poder verse, pero cuando se encontraron de nuevo en el colegio Maryse le ofreció a su amiga una chocolatina y todo volvió a la normalidad.

«En el corazón de los niños, la amistad late con la violencia del amor», escribe Maryse Condé (Guadalupe, 1937) en Corazón que ríe, corazón que llora (Impedimenta), donde la escritora antillana vuelca con una exquisita sensibilidad los años de su niñez. No es este un libro de memorias, sino una deliciosa colección de breves relatos, a modo de postales, donde Condé retrata los prejuicios de clase, las divisiones raciales y los complejos de la colonia francesa en las décadas de los 40 y los 50.

En los episodios evocados y en parte imaginados de su infancia, contados con una falsa ligereza, se esconden también algunas claves fundamentales para entender el universo literario que la autora ha volcado en los treinta títulos que conforman su obra. A saber: el primer amor (y el primer desamor), la aceptación de la negritud, las relaciones entre hermanos, las riñas entre madres e hijas, el desarrollo de la mujer, el descubrimiento de la soledad, la toma de conciencia política, el fin de la infancia, el despertar adolescente…

Con el premio Nobel en 2018 desierto por los líos sexuales de la Academia Sueca, los organizadores del Nobel alternativo de Literatura decidieron condecorar a Condé. De ella destacaron ese estilo sutil que se instala a la vez en la realidad y la ficción con tanta naturalidad. En Corazón que ríe, corazón que llora, Condé transita con maestría ese mundo de los ensueños llamado infancia.

JAIME G. MORA