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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Corazón que ríe, corazón que llora

Corre el año 1937. La capital de la isla caribeña de Guadalupe es un estallido de alegría ruidosa y vulgar: en sus calles, el pue­blo celebra el Carnaval.

Mien­tras tanto, una maestra orgullosa y todavía bellísima a sus 43 años da a luz a su octava hija: nace Maryse, una bebita flacucha e inesperada que, como sus her­manos, recibirá una exquisita formación francesa en los me­jores Liceos. Las calles de Pointe-a-Pitre arden con los ritmos antillanos y en una casita relu­ciente un bebé llora, sin saberlo, por la herencia de su negrura que nadie le contará; una pe­queña enclenque berrea por to­dos los silencios y los olvidos obligados que más tarde des­cubrirá. Sus primeros latidos apenas sí se oyen tras los encajes y las sedas. Su hermano Sandrino la quiso nada más verla, tan diminuta y tan fea.

La fiesta y el trauma se en­cuentran desde el principio en Corazón que ríe, corazón que llora, un libro de memorias noveladas que va mucho más allá de la fa­bulación mítica de la infancia perdida. La autora, premio No­bel Alternativo 2018, maneja con maestría los mecanismos de la narración ensoñada y de las canciones de cuna, es cierto, pero consigue abrir en ellos pe­queñas fisuras, grietas supurantes: nos arrulla con su voz dul­ce de niña bien y nos deslumbra con la luz guadalupeña de su adolescencia solitaria; pero a continuación, y sin previo aviso, nos aplasta con la solidez de su conciencia política y nos lanza contra los escollos de los agrestes parajes identitarios. Porque aquí la negrura es la epidermi­zación de las desigualdades eco­nómicas y sociales, la conversión de las diferencias de cultura y de clase en un vistoso color de piel. El rechazo de la propia negritud será el recurso que muchos an­tillanos usarán para huir de la es­piral de pobreza y violencia de sus vidas colonizadas.

Y entonces la niña revolto­sa e insolente se enfada con su familia porque su esforzada con­dición francesa no puede ocul­tar la obviedad de su piel este­reotipada. Un color, el negro, que se multiplica en sus viajes a París. Aunque sus padres de­claren que Francia es la «au­téntica madre patria», allí no son sino unos «negritos» encanta­dores con un brillante francés de libro. La niña Maryse sospe­cha que detrás del fervor fami­liar por la cultura europea se esconde un miedo enquistado; que tras las ínfulas burguesas se oculta la herida invisible de la esclavitud ancestral. En este sentido, Corazón que ríe, corazón que llora es el testimonio pun­zante de una adolescente re­belde en el descubrimiento de sí y de una identidad ahogada en unas categorías fijas, inca­paces de decir su verdad. La protagonista se niega a aceptar los vestidos rígidos que le pone su madre, pero tampoco quie­re asumir los trajes exóticos que le ponen los camareros, las maestras o las amigas de París.

Y es que la autora es, desde que le arrancan del vientre ma­terno, una apátrida: un yo siem­pre desubicado en constante re­configuración. En la vejez de sus padres, Maryse Condé es una negra negrísima ennegrecida por el sol del Caribe. Pero es también una privilegiada: su rigurosa formación burguesa le permite escapar del legado femenino familiar, constituido por mujeres violadas y cocine­ras esclavas. No sin razón, la escritora antillana pregunta: ¿son de verdad sus padres o ella mis­ma ejemplos de existencias alie­nadas? Todavía no es mayor de edad cuando se traslada a París para estudiar Humanidades. Sola y hastiada, abandona los estudios y la expulsan del Liceo. Ingresa entonces en La Sorbo­na, pero también saldrá decep­cionada. Hundida en la grisma parisina, ve películas de Louis Malle, y en el instante preciso en que empieza a ser feliz, el libro termina. Y es un final per­fecto hecho de orígenes y de principios: una página en blan­co se abre a la vida nómada y a la escritura: hacia allí se dirige Condé, deslumbrada e incauta.

De la pluma de Maryse Condé brota, luminoso y ru­giente, un magma literario arro­llador. Corazón que ríe, corazón que llora es un libro mágico que ostenta el don de la universa­lidad: da igual que hable en criollo o en pulcrísimo francés: sus palabras derriban toda fron­tera. Entre la fabulación míti­ca y la sinceridad brutal, su co­razón nos devuelve la belleza perdida de nuestra propia in­fancia.

CORAZÓN QUE RIE, CORAZÓN QUE LLORA ES UN LIBRO MAGICO QUE NOS DEVUELVE LA BELLEZA PERDIDA DE NUESTRA PROPIA INFANCIA.

Begoña Méndez