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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Papá se ha ido de caza, de Penelope Mortimer

Vida retenida, vida abortada

Siempre estoy sola (The pumpkin eater,1964), de Jack Clayton, fue la adaptación cinematográfica de El devorador de calabazas (Impedimenta), de Penelope Mortimer, publicada dos años antes. Su secuencia inicial podría ser una muestra ejemplar de la especificidad del lenguaje cinematográfico en contraste con el literario, más allá de que las situaciones de arranque en novela y película no sean las mismas. En la novela adquieren particular relevancia los diálogos. En la película, no hay ninguno, se define una circunstancia emocional, un estado, cómo la protagonista, Jo (Anne Bancroft), a través de la textura de la dirección fotográfica (un blanco y negro que parece congelado), el montaje (la duración raspa) y la medida interpretación de la actriz (su mirada forcejea con un derrumbe difícil de contener). Siente su vida como un lugar vacío, aún más siente opresión, y se siente extraviada, confusa, siente asfixia como un pez que boquea fuera del agua. Su recorrido por su hogar lo condensa de un modo admirable. Tras leer Papá se ha ido de caza (Impedimenta), publicada originalmente en 1956, mi impresión es que esa secuencia incial aún refleja con más precisión cómo se siente la protagonista, Ruth, una mujer de treinta y siete años, madre de tres hijos, y casada con un hombre con el que lo que más siente es distancia. De hecho, siente distancia con su propia vida. Una vida estructurada, planificada, programada, que siente como una prisión que la ahoga. Un remolino, un hueco.

Cuando habla con su marido es como si hablara con alguien que habla otra lengua extranjera, mientras contiene su desesperación y exasperación como un grito que quisiera pero no consigue proferir. Contiene, o más bien, retiene, en exceso, como una bomba de relojería que no se decide a explotar y reinicia el recorrido del tiempo programado de explosión. Por eso, se podría decir que su vida se define por los barrotes del silencio y el estruendo. El silencio que define su propia falta de expresión de lo que siente, amordazada, y el estruendo por el que se define la aparatosidad del su marido, atronador, como una maquina de aspavientos. Aquel acoso al que la sometía, al que se sometía a sí mismo, era poco más que un estruendo generado con el fin de rellenar un silencio insoportable.

Si el título El devorador de calabazas estaba relacionado con el de una canción (Peter, devorador de calabazas, tenía una esposa pero no la cuidaba, la colocó dentro de una corteza de calabaza y ahí la mantuvo muy bien), el de Papá se ha ido de caza con una estrofa de la canción que suena en la caja de música que compra para el cumpleaños del pequeño hijo de una amiga (Adiós, conejito/Papá se ha ido de caza/A conseguir una piel de conejo/con la que arropar a su conejito/Adiós, conejito). Si deja de sonar esa música, siente el terrible silencio. Esa música hace aún más evidente, como una aguja que pincha un globo, el silencio, la falta de habla y conexión que tiene su rutina, su inercia, más escenario que vida. Y esa consciencia, que ya parece imposible de aturdir en el entumecimiento vital, se sostiene sobre un frágil hilo: La primera fase de la pesadilla consiste en perder la capacidad de creer en lo insignificante. La consciencia se agudiza hasta el punto de que nada es trivial, sino que cada momento, cada detalle posee la misma insoportable cualidad de generar pavor. En ese estado de desesperación no hay crisis. El bondadoso censor de la memoria ha perdido el control y todo se recuerda con el mismo horror, la uña partida se transforma en la irregular delatora del sinsentido de la existencia, el comentario más inocente da rienda suelta, sin previo aviso, al dolor o el terror de toda una vida. Pero aún así los días se amontonan, uno encima del otro, de manera ordenada; las semanas siguen marcadas por un domingo en rojo y los meses tienen nombre. Es necesario comer y dormir. Es necesario disponerlo todo para el futuro, aun cuando ello consista únicamente en tomar aliento con el fin de que este pueda, en algún momento, exhalarse y respirarse de nuevo.

Siempre estoy sola está centrada en la insatisfacción y asfixia de una mujer pródiga en hijos. Junto a su último marido, John Mortimer, adaptó al cine la novela de Marryam Modell, El rapto de Bunny lake (1965), de Otto Preminger, centrada en la desaparición de la hija de la protagonista, de cuya existencia dudan muchos personajes a su alrededor. Penelope Mortimer tuvo seis hijos, dos con su primer marido, el periodista Charles Dimont, otros dos de sendas relaciones extramaritales, y dos más con John Mortimer. Durante la escritura de El devorador de calabazas quedó embarazada de nuevo, pero optó por el aborto, y posteriormente por esterilizarse. Mientras, su relación con su marido se había definido por las tensiones y desencuentros, y por las persistentes relaciones extramaritales de John. Esa doble vertiente, como paredes movedizas que amenazan con comprimirla y aplastarla, se refleja en sus novelas, desde diversos ángulos. En Papá se ha ido de caza, el aborto es el conflicto que impulsa la trama de la novela, pero no es sino un reflejo donde se sigue dirimiendo la insuficiencia e indeterminación de la vida de Ruth. Quien quiere abortar, y acude a Ruth como apoyo, es su hija de dieciocho años, Angela. Busca asistencia en quien se siente ofuscada, y más bien quiere salirse de escena, del cuadro, de la realidad, pero nunca logra encontrar ni la manera ni las fuerzas. Ella misma se casó embarazada ya de tres meses, cuando casi tenía su edad. Así que ve en ella el reflejo de otra opción de vida. Quizá si ella hubiera abortado entonces no se hubiera visto condenada a una vida que no siente como propia, prisionera, aunque también se sienta carcelera, en cuanto esbirra y colaboradora, por su incapacidad para encontrar una brecha por la que fugarse.

La narración se teje, primordialmente por diálogos, pero sobre todo en su primera mitad, que sedimenta ese núcleo quebrado, o escindido, de la vida de Ruth, se recurre, con cortante efectividad, como contrapunto, a párrafos que reflejan, de modo condensado, cómo se siente Ruth. Y, por añadidura, se realizan, más bien como puntos de fugas que evidencian la perforación de la estabilidad de la vida de Ruth, puntuales alternancias de perspectivas, sea la de su marido o de la amante de esta, o, en cierto espléndido capítulo, el dibujo, de aguda y mordaz precisión, de un entorno, de un modo de vida, en el que sus habitantes, de modo (plácida o entumecidamente) inconsciente, o dolorosamente conscientes, son prisioneros de una vida estructurada en la que poco se diferencian unos de otros, como si la singularidad de la protagonista fuera realmente un eco: Unida, la energía de estas mujeres podría hacer estallar una revolución, ser el motor de la mitad del sur de Inglaterra, hacer funcionar una planta atómica. Toda ella se consume en la cómoda tarea de vivir en el Common. Hay ocasiones, hacia mediados del curso escolar, en las que el aire tranquilo parece cargado, se diría que a punto de descargar rayos; ocasiones en las que constituye un peligro tocar un teléfono que suena con estridencia y en las que una taza de café puede estallar sin razón.

Alexander Zárate