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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Meterse en jardines

Si quieres ser feliz una hora, bebe un vaso de vino; si quieres ser feliz un día, cásate. Si quieres ser feliz toda la vida, hazte jardinero. —Proverbio chino

La editorial Turner, en su colección Noema de Naturaleza y Pensamiento, está publicando unos libros magníficos con un contenido acorde con los tiempos, escritos por especialistas que combinan erudición y facilidad de lectura.

Uno de ellos es Jardinosofía: Una historia filosófica de los jardines, de Santiago Beruete, un libro que habla de la buena vida y del buen uso del tiempo y el espacio. O sea, del placer. El más reciente es El jardín de los delirios: Las ilusiones del naturalismo, de Ramón del Castillo, un compendio filosófico del amor por la naturaleza desde puntos de vista diversos y complementarios como son la psicología, la sociología, la geografía y la filosofía. Libros que merecen lectura y reflexión sentados sin prisa en el sillón de orejas. Propuestas en las que debemos entrar con decidida vocación de mejorar actitudes porque, como dice el autor de este último, «es difícil que los libros le cambien a uno si antes no se estaba predispuesto para ese cambio».

Penelope Lively, con Vida en el jardín, que publica con primor la editorial Impedimenta, ha escrito algo más que un libro. Ha construido una autobiografía llena de deliciosas digresiones filosóficas, de belleza literaria, que van desde el gran jardín de la casa en la que nació y se crio, en El Cairo, hasta el de su abuela en Somerset, al suroeste de Inglaterra. La literatura está presente en este libro en forma de jardines reales y literarios como El paraíso perdido, de Milton, o los laberintos de Alicia en el País de las Maravillas. Las primeras líneas de la introducción dicen así:

«Virginia Woolf atiende el jardín un día de mayo, y eso me hace pensar en la curiosa relación de proximidad que existe entre la jardinería como realidad y como metáfora».

Penelope Lively tiene en su haber un largo historial como escritora —en 1985 ganó el Premio Booker—, y continúa volcada en la escritura y en la lectura y, sobre todo, en el cuidado de su jardín londinense.

Quiero recordar que la editorial Impedimenta publicó en 2015 otra belleza titulada El árbol: Un ensayo sobre la naturaleza, de John Fowles (1926, traducido por Pilar Adón), autor de La mujer del teniente francés y El Mago. Escritura y Naturaleza unidas y contadas desde la memoria de su Inglaterra natal (nació en Leigh-on-Sea, en el condado de Essex, a 60 kilómetros de Londres).

Con los Animales invisibles, que hace «reales» la mano artística de Ester García, Gabi Martínez propone un viaje a la leyenda en el que hay que seguir un rastro misterioso para llegar al símbolo de lo que significa cada animal para los pobladores del territorio en el que viven. O en el que han vivido o en el que han forjado su leyenda, porque este libro traza una auténtica aventura literaria con animales «presuntamente extinguidos o casi imposible de localizar».

Nordica Libros y Capitán Swing han unido todo su saber hacer editorial para poner en manos de los lectores este compendio tan bello como original de «un libro de viajes diferente, en el que descubriremos leyendas, lugares míticos y espacios donde se daba caza o donde se escondían estos animales».

Jonathan Franzen, el autor de Las correcciones y Libertad, entre otras novelas insignes, llega de nuevo de la mano de la editorial Salamandra con El fin del fin de la Tierra, un libro emocionante en el que reúne dieciséis piezas que constituyen un mural autobiográfico en el que se muestra su decidida vocación naturalista. Estos artículos que Franzen ha publicado en importantes medios norteamericanos son también una evocación a la amistad de William T. Vollmann y David Foster Wallace y al análisis de escritores de la talla de Edith Wharton. Pero lo que este libro vertebra a través de sus casi 300 páginas es una preocupación por el cambio climático que Franzen revela tras haber viajado por todo el mundo. Una visión recurrente en muchos autores, literarios y científicos, en noticias de agencia de prensa y en reportajes televisivos sobre reuniones periódicas de poderosos mandatarios mundiales que hablan y firman documentos de acuerdos que, pasado el tiempo, se autodestruyen igual que los hielos antárticos o los pulmones verdes del planeta.

El vector de estas páginas literario-ecológicas está sustentado por los pájaros. Jonathan Franzen ama los pájaros y por eso este libro lo pueblan cientos de aves que entran y salen de sus capítulos —alguno dedicado por completo a ellos y con una lista final de aves— y es de agradecer que lo cuente, que lo transmita, que se involucre, que se moje en esta lucha por la supervivencia del planeta en contra del desaforado capitalismo al que no le importan libros como este, puesto que colocan en lo más alto de sus espiraciones a desaforados como Trump y sus republicanos.

Mediada la lectura de El fin del fin de la Tierra, en el capítulo «Una amistad», leo «…porque a estas alturas, en el universo en el que escribo esto, David [Foster Wallace] estaba muerto…», y yo, sintiendo desde hacía tiempo el placer del castellano por el que fluía la literatura de Franzen, vuelvo a las páginas de créditos para buscar el nombre del traductor y leo: «Traducción del inglés de Enrique de Hériz, a excepción del ensayo “El fin del fin de la Tierra”, a cargo de Patricia Antón de Vez».

El día menos pensado, escribiste en 1994, amigo Enrique, y ese día llegó el jueves, 14. Pere Sureda me lo dijo.

El penúltimo jardín me llega de improviso al abrir las páginas de El País del domingo 31. El títular dice así:

«El jardinero que conoce todas las flores del Prado»

Eduardo Barba, que así se llama nuestro personaje, conoce todos esos detalles en las obras de los grandes maestros del arte. «Él no es historiador del arte, no es científico, es “solo un jardinero”, como le gusta definirse, que ha logrado unir sus dos pasiones, la botánica y el arte, para poder explicar en conferencias y en un catálogo del Museo del Prado cómo se han representado las plantas y las flores en las obras expuestas en el Museo».

Cierro estos jardines con mi homenaje a Rafael Sánchez Ferlosio (1927-2019), premio Cervantes 2004, escritor indiscutible, controvertido articulista, pluma feroz contra todo y contra todos (La forja de un plumífero, tituló sus textos más personales en una edición de la Fnac y Destino).

De Ferlosio tengo dos recuerdos muy separados en el tiempo: el primero es el de un jovenzuelo de 18 años, medio tumbado a la sombra de un árbol devorando en una tarde El Jarama. Aún puedo recordar el olor de las páginas del libro, la edición canónica de tapas azules de la colección Áncora y Delfín, de Destino.

El otro recuerdo es de 1996, en el barrio de la Prospe, en Madrid. Yo había salido de El Mundo y había rodeado la manzana para comprarme un medicamento en una de las farmacias cercanas, y allí estaba él. Supuse que viviría cerca porque calzaba zapatillas de cuadros, iguales que las que usaba mi abuelo. A medio afeitar, despeinado, no supe hacer más que mirarle disimuladamente y dejarle irse para después arrepentirme por no haberle dicho algo (imagino que no lo hice por conocer la fama de cascarrabias que le precedía). Pero el caso es que no moví un dedo y siempre me he arrepentido por eso.

Después de El Jarama, la novela de la que siempre abominó su autor, cayó en mis manos Industrias y andanzas de Alfanhuí y El huésped de las nieves (Alfaguara, 1985). En 1993, en el comienzo del declive del imperio, Ferlosio publicó Vendrán más años malos y nos harán más ciegos (Destino), y así bautizó estos tiempos aciagos.

Pero he de confesar que antes de que Rafael Sánchez Ferlosio se fuera temporalmente (quedan sus libros y por lo tanto seguirá estando él), yo tenía pensado cerrar esta entrada en jardines con un libro que Ferlosio publicó en dos entregas en 1974 y que Alianza reunió en 1981, titulado Las semanas del jardín. Lejos de los jardines que se citan en esta página, este de Ferlosio viene a cuento por lo que escribe en el prólogo: «Un actor en escena se olvida en un determinado momento de la frase que tiene que decir y, para que la representación no pierda pie, improvisa una frase de su propina inventiva —o como suele decirse en el teatro, mete una morcilla—. Su partenaire, que tenía preparada a flor de labios la que a su vez en el texto le correspondía, no la encuentra congruente con la que el otro acaba de colarle subrepticiamente y, en aras de la congruencia, se ve obligado igualmente a improvisar. Desde este instante cada uno de los dos actores esbozará en su mente una vía de retorno al texto verdadero (…). A esto se le llama en el lenguaje de los cómicos meterse en un jardín».

MIGUEL MUNÁRRIZ