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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Mary McCarthy: problemas en Utopía

«El oasis» coloca a un puñado de intelectuales neoyorquinos de izquierdas de los años 50 ante la fundación de una nueva sociedad regida por a ética y la cultura.La realidad, obviamente, hará aflorar sus miedos e hipocresías.

Si uno imagina a Mary McCarthy en una de aquellas fiestas dominicales en casa del novelista James T. Farrel en el Greenwich Village neoyorquino de finales de los años 40, antes de que Philip Rahv y William Phillips decidieran resucitar la revista Partisan Review, como si pudiéramos asomarnos a una escena sin tiempo que se mantiene intacta y congelada en la retina, es fácil entreverla sosteniendo un dry martini tan mordiente como sus labios, veloces e incisivos. Su mordacidad se ha hecho legendaria con la misma rapidez que su popularidad en las fiestas literarias de izquierdas o su mordiente desenfado como crítica teatral, que la hace capaz de desmontar, en sólo un par de frases, la última obra maestra de Eugene O’Neill. Mary McCarthy tiene apenas 30 años, pero guarda un pasado a sus espaldas: huérfana desde niña y criada por unos severos abuelos paternos y un tío dogmático, en su adolescencia consiguió llegar hasta sus abuelos maternos, que le proporcionaron una nueva vida y la posibilidad de graduarse en el Vassar College. Poco después se casó, se divorció pronto y, en 1933, comenzó a trabajar como columnista en Harper’s Magazine y The Nation mientras iba conociendo, entre brindis helados y eternas discusiones sobre la evolución del marxismo en Europa y Norteamérica, a los futuros protagonistas de sus novelas. Podemos imaginarla atenta y lúcida, con una observación de la realidad muy poco dada a la cursilería y con gran capacidad para la disección inmediata de cualquier regate ideológico. Podemos, incluso, descubrirla joven y atractiva, con una especie de fiereza latente en la mirada sólo aparentemente plácida, con una suerte interna de fuego de vivir que se muestra de frente en su rostro sereno, que levanta la copa con el mismo relámpago verbal que su sarcasmo afilado y escéptico.

Porque tras leer El oasis (Impedimenta, 2019) —esa «pequeña obra maestra», como la definió Hannah Arendt—, más allá de la narración y su extensión sobre su propio tiempo y nosotros, queda la impresión de haber asistido a una conversación vertiginosa en la que no hemos podido meter baza, pero que nos ha dejado el pensamiento tan agitado como una coctelera. Porque El oasis, que es una obra muy de su momento -cuenta Vivian Gornick en su brillante prólogo que, cuando se publicó en Inglaterra, los lectores ingleses identificaron perfectamente a varios autores estadounidenses, con la consiguiente sorna por lo que tiene de caricatura-, es todo lo contrario a una novela de cóctel: no es una larga fiesta con diálogos interminables, sino una fábula de base roussoniana, o mejor dicho a lo Thoreau, sobre un grupo de intelectuales americanos que deciden fundar una comunidad, Utopía, cuyo nombre ya lo dice todo. Es cierto que parte de su mérito recae sobre una prosa eléctrica en la descripción introspectiva de las emociones y las reacciones gestuales, íntimas y verbales de los personajes, un estilo vibrante y esencial que maneja su ritmo con maestría. Pero es la fábula, la escenificación de los conflictos de esta gente ilustrada y muy de izquierdas que se enfrenta al demonio tembloroso de sus sueños cumplidos, lo que sostiene El oasis. Así, en un complejo hotelero abandonado de cabañas al estilo suizo que había fracasado en los años 20, esta comunidad se enfrentará al reto de llevar a la práctica sus ideales marxistas. Con la premisa «De cada cual, según sus capacidades» y divididos en dos grupos —os puros, dirigidos por Macdougal Macdermont y los realistas, liderados por Will Taub—, ya desde el comienzo de la narración se enfrentarán a su primer conflicto: ¿deben aceptar la inclusión del capitalista Joe Lockman, un hombre vulgar, o al menos no tan instruido como el selecto grupo refinado y culto, y a su esposa? Desde ahí, más preguntas: ¿y si fuera un asesino? ¿Y si fuera un violador? ¿Lo aceptarían?

Los puristas afirman que sí y, finalmente —así arranca la novela— imponen su criterio; pero no por la fuerza, sino porque en Utopía todos, puristas y realistas, están más preocupados de lo que aparentan, y hasta los realistas tienen miedo de no aparentar ser lo bastante puros. El pedigrí progresista es más importante que la honestidad. En lo que se podría leer como una analogía de la reinserción penal, ante el debate de si la sociedad ideal que pretende ser Utopía debe admitir a aquellos que la desvirtúan, sale triunfante un criterio moralmente impecable, pero dudoso si se piensa en su continuidad.

El personaje de Joe —rudo veterano de la Gran Guerra y el único que ha luchado de verdad por algo— será el cabeza de turco, porque todos necesitan descargar en alguien su amarga frustración. Utopía puede ser una huida hacia delante; aunque sus miembros celebren el humanismo de Tolstoi y se rechace a Hobbes, al final el hombre acaba siendo un lobo para el hombre y casi siempre vence Dostoievski. Ácida y terrible, materialista y ética, El oasis sintetiza con ternura y desgarradora lucidez el abismo de las ilusiones que se quieren vivir.