cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«El oasis» (Impedimenta), de Mary McCarthy

Utopía o el reflejo de nuestras inconsistencias.

Una cuestión recurrente, a lo largo del tiempo, ha sido la dificultad de grupos con tendencias progresistas, revolucionarias, izquierdistas, o la etiqueta que se prefiera, para consolidar un proyecto social estable y consecuente, armónico y equitativo, un oasis social que se desprenda de estructuras injustas o actitudes discriminatorias que cuestiona, en particular por la facilidad para enredarse en las rivalidades interinas entre diversas facciones, que inevitablemente provocan la disgregación, una falta de cohesión que facilita la perdurabilidad de proyectos sociales contrarios que se definen por una estratificación rígida. Como si, en la balanza, dominaran los impulsos, la vena visceral, sobre la razón. Con El Oasis (Impedimenta), Mary McCarthy (1912-1989) nos ubica en los años posteriores a la II guerra mundial, o en ese impasse de reajuste escénico que derivaría en la Guerra fría. Los aliados años antes, sobre cuya cultura incluso se realizaban loas en producciones hollywoodienses, serían ahora, como el afianzado bloque comunista, el enemigo acérrimo. Fueron unos años en los que en Hollywood no faltaban las voces que cuestionaban una enquistada xenofobia, que no se diferenciaba de aquella que se había combatido en el conflicto bélico. De esas turbulencias surgió, como respuesta que contrarrestara las preguntas demasiado incómodas, de cariz insurgente, el Comité de Actividades norteamericanas, o lo que se conocería durante la mitad de los cincuenta, como el McCarthysmo, que se dedicó a perseguir y neutralizar actitudes progresistas con la justificación de simpatías o afiliación al partido comunista. Una circunstancia que dejaba de lado la presunción de inocencia, establecía listas negras que implicaban vetos para poder trabajar, e incluso determinar exilios. Como circunstancia externa, contrapunto de esa tensión o implosión interna, la amenaza de la guerra nuclear. Mary McCarthy se opuso con rotundidad a ese abuso o atentado contra los derechos civiles, como lo haría después con la guerra de Vietnam o el mandato de Richard Nixon. Pero la escritora, que conocía de primera mano el círculo de intelectuales de Nueva York, desde la década de los 30, y ya había tenido sus confrontaciones con quienes apoyaban el estalinismo, caso de Lilian Helman (que la llego a denunciar por difamación en 1979, demostrándose su poca consistencia), no era complaciente con nadie. En su excelente tercera novela El oasis (1949), enfoca en el desajuste interno en las actitudes progresistas, en su división, en sus contradicciones e inconsistencias. Su enfoque, que colinda con la sátira, es la mordaz e irreverente aproximación que se desprende de cualquier indulgencia para evidenciar el por qué de un fiasco. ¿Por qué esa incapacidad de consolidar una Utopia, un oasis social?¿Por qué al final, nuestros ombligos, pesan más que la amplitud de miras?

Ya su forma de arrancar la narración evidencia ese enfoque, a través de una figura que no representa a las dos facciones principales, los puristas y los realistas. Haciendo honor a la norma social que estipula que el último mono siempre es el primero en presentarse en cualquier celebración, el señor Joseph Lockman y su señora llegaron antes que nadie a Utopia. Es el elemento extraño, que es contemplado con suspicacia, como una intrusión, e incluso como infección devaluadora. Es el hombre de negocios que considera que puede sacar provecho de esa nueva, por diferente, circunstancia. Nunca habría podido tomarse en serio aquella vida más elevada de no haberla considerado en términos de aceleración. Pero no deja de ser, aunque se le singularice como una posible figura contaminante que distorsiona, como reflejo, por extensión, su propósito, una evidencia de la diversidad de aspirantes a esa Utopia en la que buscan desprenderse de los convencionales sustentos materiales de la sociedad capitalista (como si con quitarse la cáscara ya fuera suficiente, y la transformación completa).

A todos nos cuesta cambiar de hábitos, especialmente, los triunfadores, y, mientras que el resto de miembros de la colonia —que en su mayoría habían fracasado en sus empeños mundanos por culpa de la bebida, el orgullo, la codicia, la prudencia o la pereza— veían Utopia como un propósito colectivo de Año Nuevo, como la insurrección de los esclavos contra sus amos internos y también como una separación formal respecto de la sociedad, para Joe no era más que una extensión de oportunidades.

En estos propósitos, por tanto, qué proyecta o necesita cada uno, por qué se involucra. Y qué noción tienen, realmente, de esa Utopia, es decir cómo se va aplicar más allá de las teorías. ¿Y si de entrada, ya cuando se discute sobre la aceptación de alguien, como Joe, se confrontan con que también despliegan actitudes discriminatorias? Es decir, cómo equilibrar actitudes e impulsos. O qué difícil es materializar un escenario social, una relación colectiva con la realidad, cuando los impulsos delatan otras tendencias que contradicen sus intenciones.

McCarty disecciona diferentes actitudes que ella conoció de primera mano en el ambiente bohemio o literario. Y pone de manifiesto su capacidad de condensación y su aguda precisión, con precisas metáforas. Con respecto al que representa a los puristas, McDermott: Puritano, gregario, discutidor, trabajador, monógamo, buen padre, buen amigo, toda la vida había tenido la vaga sensación de que en cierto modo era vulgar, de que no pertenecía por dotación natural a ese mundo del espíritu elevado que, según le dictaba su intelecto, constituía la morada más elevada del hombre. No ser capaz de «ver» ese mundo suponía para él una fuente de resentimiento perpetuo; sabía que existía porque percibía su efecto en los demás, igual que un hombre en una casa cómoda y acogedora infiere que el viento sopla por el modo en que se agitan las hojas de los árboles. Si nunca hubiera visto un poema se habría burlado de la poesía y, si no le hubieran presentado la idea de la poesía, se habría burlado del poema.

McCarthy expone por un lado las carencias que intentan contrarrestarse con la acción grupal, el proyecto. Levanta la piel y muestra la falta sustancial de quienes desean protagonizarlo y materializarlo. Por un lado, de quienes han sentido durante mucho tiempo, décadas, una derrota continua. La fatiga que el matrimonio había sentido al verse confrontado una y otra vez con la pesada maquinaria del mundo «tal y como era», una maquinaria que había ido desgastando su juventud y su paciencia mientras ellos, codo con codo, y sin apenas ayuda, se esforzaban en vano por cambiar las cosas. Y por otro lado, como si fuera en otro lado del cuadrilátero, la amargura camuflada en los realistas, esos practicantes del «A falta de algo mejor»: Propia experiencia limitada: una infancia medio olvidada en los Carpatos, la inmigración, las calles de la ciudad, el Movimiento, las mujeres bohemias, el anti-Movimiento, los bares del centro, la polémica, el debate, el metro, los quioscos de periódico, la oficina. Aquello constituía lo único que conocía del mundo: el resto no eran más que referencias con las que su imaginación materialista no dejaba de jugar, levantando con retazos de información vastas estructuras de conjeturas y especulación. Ya no sólo no sentirse suficiente, a la altura, sino incluso, sentirse un engaño, un vendido, un esbirro del sistema aunque prefiera no verse así como si el yo profesional y el yo íntimo pudieran permanecer separados por una barrera conveniente que facilite la autoindulgencia, y mantenga larvado el resentimiento en espera de los fracasos ajenos. Por eso desean, aunque de modo manifiesto lo apoyen, el fracaso del proyecto de El oasis.

Esas tribulaciones habían agriado definitivamente sus temperamentos y, en ocasiones, los compromisos que habían adoptado para encajar en las «realidades» del capitalismo les parecían un sacrificio supremo, un sacrificio que McDermott y su círculo de moralistas irresponsables —hacia quienes, a pesar de mantener una amistad aparente, sentían una cólera lenta y vengativa similar al rencor que un veterano profesa hacia el astuto desertor— no apreciaban lo suficiente. Por lo tanto, su deseo de ver fracasar Utopia no sólo era sincero, sino también justificado; ansiaban su debacle con un fervor digno del Antiguo Testamento e incluso estaban dispuestos a caer, como Sansón en el templo de los filisteos, defendiendo el principio de realidad que constituía la única justificación de, su por otra parte, falaz existencia.

La narración alterna perspectivas, como una coreografía que varía de parejas de bailes, aunque más bien evidencia el aislamiento de unos y otros, cada uno con sus expectativas y sus disimulos, sus tensiones y contenciones. Unos y otros parecen agarrarse al clavo ardiendo de un propósito comunitario como ilusión de arreglo o cura. Como si una circunstancia material más complicada, con menos comodidades y recursos, sin los lujos a los que están habituados, pudiera propiciar una sensación de habitar la realidad de manera más armónica, o en la que se sientan reflejados como útiles y con sustancia. O no será como piensa alguien, que ¿simplemente juegan a las casitas? Se le antojaba que el problema no estaba en los inventos, sino en un mal empleo del mismo. ¿Y si más bien este supuesto escenario alternativo pone de manifiesto de modo más acusado las carencias en el mundo convencional que habítaban. Utopia le parecía simplemente un lugar donde jamás podría escapar de su mujer, una multiplicación de su matrimonio o su proyección en la eternidad.

Hay un personaje que adquirirá más relevancia a medida que progrese la narración, Katy, en particular cuando se produzca el hecho que confronte a esta comunidad en construcción con su real actitud, supuestamente solidaria. ¿Cuál es cuando entra en juego el concepto de propiedad, es decir, entra en escena la cuestión de los límites, los cercos, las separaciones?¿De modo inevitable caemos en los mismas inclinaciones de lo que cuestionamos? Con los otros, la frontera (que discrimina), y entre los que conforman un grupo, las disensiones y desencuentros. Descubrir que nunca será capaz de convencer a un rival y que es inútil seguir intentándolo lleva implícita la confesión de una subjetividad que priva al mundo de sentido. Katy es el personaje que, del modo menos autocomplaciente, se confronta con las interrogantes de si realmente, aunque se desee de modo genuino, se puede realizar un cambio, tanto a nivel colectivo como individual, en la escala que sea. Encajas la descalificación de tu pareja, pero ¿será factible que no vuelva a incurrir en otra nunca más?

Había descubierto que su hambre de bondad no era una apetencia de este mundo y que los actos, destinados a burlar sus exigencias, nunca podrían satisfacerla. Reconoció, con una ecuanimidad nueva para ella, que su comportamiento nunca estaría a la altura de sus demandas, por no mencionar las de los demás; y si bien no se proponía caer en la iniquidad ni institucionalizar sus flaquezas al modo de la facción realista, ahora, bajo esta luz inusitada, el deseo de encarnar la virtud se le antojaba un anhelo frívolo y vulgar.

Alexander Zárate