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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Cărtărescu y la utopía de lo real

En «Forever young», uno de los textos de El ojo castaño de nuestro amor, Mircea Cărtărescu afirma que, con los años, así como a todos se nos hace más difícil vivir de manera descuidada, al poeta termina por abandonarlo la irresponsabilidad de la poesía.

Pero al sumergirnos en algunas páginas de su obra, evidenciamos que, a diferencia de aquel poeta joven al que le vaticina un destino inescapable, él camina al amparo de la poesía, ha hecho de esta irresponsabilidad su forma de vida.

En Solenoide, asistimos al desconcierto de un febril lector veinteañero, alter ego del autor, que un día de 1974 ve su poema «La Caída», «el primer y único mapa de su mente», hecho trizas a manos de los críticos de un grupo literario llamado el Cenáculo de la Luna. Se convierte entonces en un profesor de rumano que desecha la ilusión de ser un escritor de renombre, pero «ama la literatura como un vicio» y, por esa vía, se entrega a la escritura de un diario con el único objetivo de preservar su propia vida del olvido.

Al igual que su narrador, Cărtărescu ha hecho de la escritura un viaje sin fin por los rincones de su mente, periplo en el que, renuente a las dicotomías, deja claro que «no podría escribir sobre algo diferente a su mundo interior», en el que resuena el contrapunteo entre la cotidianidad y el brioso caudal de la indagación sobre lo inaprensible.

«Las bellas Extranjeras», relato incluido en el libro homónimo, desacraliza la figura del escritor al mostrarnos, a través de situaciones que rayan en el absurdo, tantos aspectos anecdóticos del oficio: los viajes interminables, el miedo, el encuentro con individuos no tan deseables, las pompas de los eventos literarios. Visitamos, por ejemplo, la casa de la cultura de un pueblo rumano frente a cuya puerta queda detenida la muchedumbre de una procesión fúnebre —«incluso las mujeres con pañuelos negros que acompañaban al carro aferradas a sus cartolas»—, hipnotizada por la lectura que una escritora hace de su propia prosa de aventuras eróticas.

«Ántrax», incluido en el mismo título, es la historia de un hombre que, posterior al 11 de septiembre, naufraga en un almizcle de paranoia y burocracia cuando se acerca a una estación de policía ante la amenaza de un extraño sobre recibido por correo. En Solenoide, un gitano se arranca un diente con unas pinzas viejas y lo entrega a la mujer que lo culpa sin sustento de haber robado su anillo de oro. El joven narrador de «Mi primer vaquero» (en El ojo castaño de nuestro amor) paga una cifra escandalosa por un jean en un mercado clandestino, para descubrir en casa que el pantalón solo tiene una bota. Este tipo de sinsentidos no son extraños en la vida diaria de los personajes mediante los que el autor se proyecta: un niño, un estudiante universitario, un profesor de colegio, un escritor al borde del fracaso.

Pero lo anecdótico no es un simple relleno de página. Cuando uno de los narradores nos recuerda que «el instante es más importante que la eternidad» comprendemos que cada vivencia, por banal que parezca, es un derecho a pensar, un llamado a descubrir en el transcurso la única vida que tenemos, pues, si algo nos diferencia de los animales, de los otros animales, es el «capullo metafísico» de la mente. En la conjugación de lo absurdo con la estremecedora soledad que arrastran los personajes se genera una tensión constante entre la obligatoriedad de lo inmediato y la afanosa indagación por lo trascendental, dinámica que deviene una apuesta por el desarrollo de una poética en la que el pensamiento es el puente entre lo nimio y lo inconmensurable. En Solenoide, a partir del fracaso en su viaje al reino microscópico de los sarcoptos para hablarles de la existencia de un creador y de un mundo exterior, el narrador, extrapolando su experiencia al mundo humano, parece darse cuenta de que si bien el intelecto permite descifrar el mundo, también impide imaginar la existencia de algo más fuera de este.

Al final de la colosal novela, toda Bucarest es arrancada de la tierra ante los ojos incrédulos de sus moradores, levita y se eleva impulsada por la fuerza de un solenoide. La memoria, el elemento fundamental de esta poética, es el solenoide (acaso de allí venga la metáfora) sobre el que se sustenta la posibilidad de escape de la sordidez del mundo para unos personajes que no reconocen límites entre lo real y lo imaginado. Con frecuencia los sorprendemos pasando del sueño, del delirio, de la convivencia con fantasmas y frustraciones, a recuerdos de la infancia, a recorridos por laberintos, a trasegares por una ciudad que siempre se manifiesta lúgubre ante los ojos del autor, «un barroco siniestro de la ruina» habitado por operarios, campesinos migrados, profesores, prostitutas, ladrones, gigantes, grupos de niños que encuentran esqueletos fosilizados de proporciones inimaginables.

Cuestionando el dualismo entre lo objetivo y lo subjetivo, Cărtărescu, plantean la idea de realidad como la invención más fantástica de la mente. Nos presenta la memoria como un entramado de interacciones humanas, recuerdos, sueños e ideas, exacerbados por una marisma emocional, que cuentan con la misma relevancia por ser todos señales válidas, puntos a unir en el gran mapa, referentes del único camino verdadero, aquel que «conduce al interior». En un apoteósico momento, somos testigos de la relación del narrador con su hermano gemelo Víctor, con quien «nacen abrazados, mirándose a los ojos», y viven en perfecta simbiosis al amparo de su madre hasta que contraen una enfermedad. En el hospital, una mañana Víctor desaparece sin que medie una explicación para los padres, excepto que su hijo murió y que es mejor no indagar de más. En Solenoide, el desarrollo del hecho da lugar a un metarelato que problematiza las diferentes versiones narradas por la madre, en las que «unas veces Víctor moría a los cuatro meses, otras veces a los seis meses, a los ocho, y, algunas veces, con un año». Pero al final, ¿Qué importa que Víctor haya existido o no, o que la verdadera edad de los gemelos al momento de la desaparición sea incierta (en Solenoide tenían un año y en El ojo castaño de nuestro amor tenían cuatro) si el hecho habita la memoria del autor y lo define hoy? La pérdida, real o no, de su hermano fue tan determinante que, dice, no ve a nadie cuando se mira en el espejo.

En relación con esto, el autor nos enfrenta a la indagación sobre el rol del hombre como agente de su vida dotado de capacidad para tomar decisiones y su papel como elemento de una totalidad superior a cuyo buen funcionamiento están supeditadas sus acciones. En reiteradas ocasiones, los personajes intuyen que, en definitiva, tienen tareas predeterminadas en un juego que ni siquiera conocen, pues, por ejemplo, lejos de escoger sus sueños, son elegidos y arrastrados por ellos. En El Levante, el cronista de las aventuras de un grupo de valientes guerreros, que quieren liberar a Bucarest, se pregunta si los lugares por los que se precipita con sus personajes no son las venas de alguien que tiene el universo en la palma de su mano a quien, «aunque estemos en su cuerpo, nunca llegaremos a conocer». La inquietud persiste a lo largo de la obra junto a la sensación de que debemos aceptar con humildad la fracción que nos corresponde de de un todo que no nos pertenece y al que sí pertenecemos. En «El ruletista» (Nostalgia), con un narrador que se reconoce como un escritor cuya obra de treinta años no es más que «una penosa impostura», pareciera que efectivamente el fracaso está tallado en una piedra al final del camino sin importar las decisiones que se tomen.

Pero esta intuición de un control externo, al tiempo que plantea un devenir inevitable, impone a los personajes la obligación de luchar por conocer, por vislumbrar un horizonte. En Solenoide, los piquetistas, un grupo de personas que protestan públicamente contra la agonía, el sufrimiento y la muerte, conscientes de que quizá su triunfo nunca llegue, entienden que la lucha importa mucho más que la victoria. La indagación continua es la única alternativa para encontrar fisuras a un destino que parece tan inevitable como el de aquel hombre al que, con los años, amenaza el inminente abandono por parte de la poesía.

Para Cărtărescu, la escritura es el único terreno en el que vale la pena jugarse la vida en esta indagación, poco importa el resultado. Su obra es, en suma, un poema épico sin triunfo ni derrota, con la única certeza del gozo de un camino iluminado por la poesía. Al fin y al cabo, es «feliz escribiendo y esa felicidad sustituye a la gloria».

Óscar Pachón