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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

¿Qué es un intelectual, de todas maneras?

El oasis, la novela de Mary McCarthy sobre una comunidad utópica de pensadores, devuelve a la actualidad las relaciones entre cultura y poder.

Alain Minc remonta la aparición del intelectual moderno al siglo XVIII, cuando éste habría escapado a «la influencia de la realeza y a la omnipresencia» para adoptar «una posición para enfrentarse al poder [que] define su identidad tanto como su trabajo de creación». En Una historia política de los intelectuales (Duomo, 2012), Minc persigue esa (esquiva) figura desde el salón de Claudine Guérin de Tencin hasta el ámbito de las redes sociales y el surgimiento de lo que llama «el e-intelectual», pero su recorrido (ejemplar como es, en cierto modo) soslaya la transformación a lo largo del tiempo de los términos más salientes de su definición: poder, identidad, creación, posición, trabajo.

¿Qué es un intelectual, de todas maneras? Para Edgar Wallace se trata de alguien que «ha encontrado algo en lo que pensar, además de en las mujeres», pero (a excepción de Bertrand Russell) nadie piensa mucho en ellas en la única novela escrita hasta la fecha por el excepcional ensayista británico Terry Eagleton. Santos y eruditos atraviesa la distancia que existe entre la cárcel de Kilmainham en Dublín, donde el 12 de mayo de 1916 fusilan al líder obrero James Connolly por su responsabilidad en el Alzamiento de Pascua, hasta una cabaña en la costa occidental de Irlanda en la que el filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein hace frente a una crisis personal en compañía de Nicolai Bajtín, el hermano del crítico formalista soviético. Wittgenstein padece los inconvenientes de una mente demasiado inquieta (su conversación con Russell acerca de si un hombre podría tener “un animal pequeño entre sus ropas y no darse cuenta” es simplemente extraordinaria), pero sobre ellos planean cuestiones centrales para la comprensión de la figura del intelectual como cuál es su ámbito de intervención, en qué punto su cuestionamiento del estado de las cosas torna inviable su participación en política, de qué manera su «enfrentamiento con el poder» (en palabras de Minc) casa o no con su pertenencia a las instituciones, también a las universitarias.

Ni Wittgenstein ni Bajtín consiguen sustraerse a los asuntos de su tiempo. Pero no son los únicos, por supuesto: W. H. Auden, Christopher Isherwood y Stephen Spender, tres de los escritores británicos más importantes del siglo XX, vieron interrumpidos su amistad y el proyecto de vivir juntos que los había llevado a radicarse en Sintra en 1935 cuando, algo menos de un año después, el estallido de la Guerra Civil española agudizó las diferencias entre ellos: Auden se marchó a España para luchar por la República, Spender se casó con la novelista Inez Pearn/Elizabeth Lake e Isherwood acabó refugiándose en Estados Unidos.

Allí transcurre El oasis, la novela que Mary McCarthy escribió en 1949, años después de casarse con el contundente, rotundo, Edmund Wilson y romper con la Partisan Review, la revista estadounidense que desde 1934 y hasta entrada la década de 1970 sentó las bases de la discusión entre los intelectuales de izquierda de ese país. Dos de sus principales figuras, Philip Rahv y Dwight Macdonald, son caricaturizados en las figuras de Will Taub y Macdougal Macdermott (sic), representantes respectivamente de las facciones «realista» y «purista» de Utopía, una comunidad ficticia de corte liberal en Nueva Inglaterra. Una vez más en la extensa historia de los vínculos entre los intelectuales y el poder se trata (por fin) de “dejar de hablar y pasar a la acción”, pero hablar es prácticamente lo único que hacen los habitantes de Utopía; su aspiración a contribuir a la concordia entre los hombres se ve puesta en entredicho, por una parte, por sus rasgos personales (uno es asustadizo, el otro tiene un interés exclusivamente económico en el proyecto, otros dos solo aspiran a que sus problemas de pareja se diluyan en el colectivo, todos son sectarios, etcétera), y, por otra, por su dificultad para precisar los términos de una sociedad articulada en la participación democrática de sus integrantes.

Como escribe Vivian Gornick en su prólogo, «éste es el fracaso de la imaginación moral en El oasis, sobre el que McCarthy pondrá el foco de su sarcasmo».

Algo en la novela resulta decepcionante, pese a la prosa excepcional de su autora, muy bien traducida aquí por Raquel Vicedo. McCarthy convierte en el centro de su novela la constatación de que (como los de La república de los sabios y La escuela de los ateístas de Arno Schmidt, y como pasa en Un guión para Artkino, de Fog­­will) muchos intelectuales destinan sus esfuerzos a determinar las prácticamente imperceptibles diferencias entre ellos antes que a «enfrentarse al poder». Pero esa constatación es pueril, puesto que es evidente que el objetivo último y más importante de la mayor parte de quienes se atribuyen la condición de intelectuales es (y ha sido siempre, desde el caso Dreyfus o desde el más remoto salón de Madame de Tencin) participar de las luchas que hacen a la distribución del poder intelectual; es decir, obtener el privilegio de ser considerado uno y ejercer influencia sobre el conjunto de personas que otorgan alguna credibilidad a esa figura antes que (con notables excepciones, por supuesto) enfrentarse a cualquier tipo de poder real.

McCarthy se encarniza con la fatuidad y las flaquezas de los intelectuales que habitan Utopía («la noción de sí mismos como élite revolucionaria [les permite] una laxitud ilimitada en el terreno personal», escribe), pero éstas tampoco resultarán una novedad para el lector. Ninguno de los personajes de El oasis supera la prueba de su sarcasmo, aunque es evidente que algunos de ellos (por ejemplo, el heroico Leo, quien propone un plan inusualmente viable para rescatar a las víctimas europeas del fascismo) tal vez sí lo merecieran. Pero esta objeción es menor ante la comprobación de que su crítica (al margen de sus méritos literarios) pasa por alto el asunto más importante y urgente en relación con el intelectual, también hoy: la necesidad de precisar qué es uno, cuál es su trabajo, contra qué actúa, para quién, cómo.

PATRICIO PRON