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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Un adelanto de «Monjas y soldados», de Iris Murdoch

Adelanto editorial de Monjas y soldados, de Iris Murdoch.

I

—Wittgenstein…

—¿Sí? —dijo el Conde. El moribundo se movió en la cama, girando la cabeza rítmicamente de un lado a otro de una manera que se había vuelto habitual en los últimos días. ¿Dolor quizá?

El Conde se encontraba de pie junto a la ventana. Ya nunca se sentaba cuando estaba con Guy. En otra época, había tenido más confianza con él, aunque Guy siempre había sido una especie de rey en su vida: su modelo, su profesor, su mejor amigo, su norma, su juez; pero, ante todo, un ser de naturaleza regia. Ahora había un rey distinto y más grandioso presente en la habitación.

—Era una especie de aficionado, de verdad.

—Sí —dijo el Conde. Estaba perplejo por el repentino afán de Guy por menospreciar a un pensador al que tanto admirara antaño: quizá necesitaba creer que tampoco Wittgenstein sobreviviría.

—Una fe ingenua y conmovedora en el poder del pensamiento puro. Y ese hombre creía que nunca llegaríamos a la Luna.

—Así es. —El Conde y Guy habían hablado en numerosas ocasiones sobre asuntos abstractos, pero en el pasado también habían charlado de muchas otras cosas, incluso habían llegado a chismorrear. En aquellos días, no obstante, ya se les habían empezado a agotar los temas. Sus conversaciones se habían vuelto refinadas y frías hasta el punto de que nada personal quedaba entre ambos. ¿Cariño? A esas alturas ya no cabían expresiones de cariño: cualquier gesto de afecto constituiría un craso error, algo de mal gusto. Era cuestión de comportarse correctamente hasta el final. El terrible egoísmo del moribundo. El Conde era consciente de lo poco que ahora necesitaba o deseaba Guy su afecto, o incluso el de Gertrude; y también reconocía, con dolor, que él mismo se estaba alejando, que reprimía su compasión, que llegaba a sentirla como una especie de sufrimiento infructuoso: no queremos aferrarnos demasiado a lo que estamos perdiendo. Subrepticiamente le retiramos nuestra empatía y preparamos al moribundo para la muerte, lo reducimos, lo despojamos de sus últimos encantos. Lo abandonamos como a un animal enfermo al que dejamos tirado bajo el seto del jardín. Se supone que la muerte nos muestra la verdad, pero eso es su propio espacio de ilusión. La muerte derrota al amor. Quizá nos muestra que, después de todo, no hay amor alguno. «Ahora estoy pensando los pensamientos de Guy —se dijo el Conde—. Yo no creo esas cosas. Aunque yo no me estoy muriendo.»

la Fronde.