Hay vistas al mar, revolotean turistas despistados y ningún elemento invita a sospechar de una conspiración intelectual en un hotel. El origen es lejano y se envuelve de mitología bañada con grandes nombres henchidos de un sueño europeo. Las imágenes de los años sesenta nos muestran a editores del Viejo Mundo enfrascados en conceder un galardón que trascendiera las fronteras nacionales. Todos esos diálogos se han desvanecido pese a la impronta de su recuerdo entre la personalidad de Carlos Barral, la prestidigitación políglota de Gabriel Ferrater y la utopía, siempre vigente, de una literatura independiente de comercialismos con la calidad como única bandera.
Esa época pasó a mejor vida. Quizá se perdió frescura y la ingenuidad primigenia, pero desde 2011, bajo el mecenazgo de las familias Buadas y Barceló, el Premio Formentor de las Letras cobró nuevos bríos.
Este año los laureles, concedidos por el jurado presidido por Basilio Baltasar, han recaído en el escritor rumano Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956), autor destacable por su heterodoxia surgida de la poesía, capaz de dotar a su prosa de un estilo muy reconocible donde la realidad siempre fluctúa en un magma con cierto aire imprevisible desde potentes dosis oníricas, algo muy visible en su última novela, Cegador, inicio con la que recrea trípticos de antaño, desde la Divina Comedia de Dante a ciertos retablos renacentistas y barrocos.
La concesión del Premio Formentor a Cartarescu es el penúltimo escalafón de una trayectoria especialmente apreciada en España, donde la labor de su editor Enrique Redel ha sido fundamental para catapultarlo entre lectores de todo tipo y condición, enamorados de obras asequibles como El ruletista o de escritos desesperados como Solenoide, una inmersión de más de ochocientas páginas convertida en un eterno grito de ayuda, presente como un bucle descarrilado al final del volumen. Su autor confiesa que de haber sido por él hubiera escrito un libro sólo con la palabra socorro, algo inasequible que, sin embargo, no descarta realizar en una edición privada, un incunable del naufragio adherido a tantas existencias de nuestra contemporaneidad.
‘Cegador’ o el delirio ordenado
Las pupilas de Cartarescu bailan al son de un cerebro desatado con partículas inesperadas. Ello es más que palpable en Cegador. Editada en nuestro país, como el resto de su producción, por Impedimenta, constituye el pilar de un edificio, tanto que es, según declara el galardonado, un legado indispensable para comprenderlo e identificarlo si desaparecieran sus otras criaturas. Su tejido fluye por diversos ríos centrados en su ciudad natal. El Bucarest de la primera parte del texto es una urbe amarilla con tintes apocalípticos, como si de repente Blade Runner se hubiera introducido entre sus calles para producir pesadillas marcadas por muchas realidades paralelas, pues una de las intenciones narrativas de esta novela era plasmar en el papel un todo fractal construido a lo largo de catorce años y escrito a mano en libretas que nunca sufrieron tachaduras ni añadidos.
Escrito como si fuera un poema, Cegador puede aturdir por su estructura, que el mismo Cartarescu define como una termitera; estos insectos no conciben arquitecturas, ignoran lo que construyen y arman nidos muy complicados repletos de lógica. Al final esta escritura desbocada se equipara con el cerebro del escritor, que a su vez tiene en su esencia el mapa de la ciudad, descrita sin ninguna pretensión de fidelidad para con sus muros, aromas y decorados. En este sentido la trama, fundamental como un motor creado para activar el resto de mecanismos literarios, genera una capital deformada ajustada a las necesidades narrativas del conjunto, envuelto, como dijera Dostoievski sobre sus Noches blancas, en el sueño de sus habitantes.
Esta preponderancia de un magma alucinado diluye límites, insertándose en el decálogo de intenciones de Cartarescu, para quien el ideal consiste en volver a ser un niño pequeño para no distinguir entre sueño y realidad. Sin regresar a ese estado resulta crear arte y escapar de nuestro formalismo de europeos adultos, conformistas y oprimidos por los vaivenes de una cotidianidad demasiado descentrada y caótica. Por eso todos sus libros tienen un fuerte componente de reivindicación poética para recobrar espíritus antiguos y desterrar hábitos nocivos del presente.
Esa aspiración, preciosa en su anhelo, consiste en intentar acercarnos a lo que el rumano define como nuestro núcleo de oro fundido, lo lírico, que nuestros antepasados conocían mejor que nosotros mediante un universo donde la poesía se construía desde esa premisa, el arte nacía de la poesía, la cultura entorno al arte y la civilización entorno a la cultura. Ese mundo concéntrico ha dado paso, de ahí esa voluntad diferencial, esa lucha por proponer algo distinto, a un tiempo donde la poesía excluye lo lírico, la literatura excluye lo poético, las artes excluyen lo literaria, la cultura desdeña a las artes y la civilización ignora la cultura para engendrar una locura sin ningún atisbo de cordura.
Quizá por eso mismo, desde la conciencia de una época alterada, el narrador de Cegador habla en más de una ocasión de navegar por un libro ilegible. Según Cartarescu esta condición es básica, pues la única literatura digna de ser leída es la ilegible, como muestran Franz Kafka o el Finnegan’s Wake de James Joyce, obras que hablen sobre el espíritu humano a sabiendas de la imposibilidad de aprehenderlo porque nuestro fuero interno es la habitación más inaccesible y apasionante de la vivienda.
Por eso Cegador, ala izquierda de una mariposa empapada de infancia que tendrá como cuerpo central la vida del narrador y como extremidad derecha una sátira basada en los vaivenes del padre, se enmarca en la tradición de situar al Minotauro dentro del laberinto, en este caso muy intrincado, repleto de puertas, niveles subterráneos, delirios fantásticos y una exigencia que, en ese viaje, nos traslada a la búsqueda de una salida, vía de escape hacia un nuevo Evangelio.
Una religiosidad laica
Un lector poco avezado en los microcosmos del nuestro protagonista sentirá cierto trasfondo religioso en su prosa. Ello obedece a diversos motivos, entre los que debe incluirse el gusto de Cartarescu por la Biblia, con la que mantiene una relación anómala debida al pasado comunista de Rumania, donde no era normal encontrarla en cada hogar. Eso produjo una lectura tardía sin prejuicios, casi como si las Sagradas Escrituras fueran la mejor de las novelas con la gran diferencia de poder exprimir una sabiduría insólita, siempre nutritiva.
Quien escribe sospecha que el premiado de Formentor aspira, algo propio de todo escritor con mimbres para ir más allá de la convención, a elaborar un mundo distinto alejado de la posmodernidad. Por eso lo abyecto tiene cabida en sus páginas. Lo feo, lo malo y la mentira contienen partículas con dones para nadar hacia aguas contrarias y encender la luz. Esta idea encaja en la definición de neorromántico que el propio Cartarescu se otorga, otro intento de fuga bañado por la posibilidad de hilvanar parcelas empapadas de bifurcaciones hacia un surrealismo que no es sino un exceso de realidad. Traspasar lo observable, capturar motas de polvo invisibles para la mayoría, fundar un órgano propio con narraciones para entender la tierra que pisamos o, como mínimo, sobrellevarla mejor.
Jordi Corominas i Julián