S. T. Coleridge escribió del poeta que, por el hecho de serlo, era también filósofo pues todo ejercicio creativo lo era crítico al mismo tiempo. Más tarde T. S. Eliot vino a decirnos lo mismo con diferentes palabras: el mejor poeta era aquel en quien crítica y creación se unían. Sin duda él fue un gran ejemplo. En otras latitudes y otros tiempos, Friedrich Hólderlin era tenido por poeta filósofo gracias a sus grandes poemas; también hay una idea similar de Giacomo Leopardi, incluso de John Keats. Lo curioso de todos ellos es que, como también apuntaba Eliot, un escritor que también sea filósofo no ha de tener una filosofía original. En su caso, con la simple exposición de las ideas filosóficas de otros, estos si verdaderos filósofos, es suficiente.
Es razonable preguntarse lo que Iris Murdoch pensaba de las ideas de Eliot, o de Coleridge. También, cómo Eliot o Coleridge habrían valorado la obra de Murdoch. Esta fue una novelista destacada de la segunda mitad del siglo XX y, además, profesora de filosofía durante quince años en Oxford. Si bien el grueso de su obra es literaria, no faltan ensayos de hondura filosófica entre lo que escribió.
En una conversación que mantuvo con Bryan Magee, distinguía entre el ánimo clarificador y explicativo de la filosofía y el lúdico de la literatura. Este carácter recreativo hay que entenderlo en su sentido más amplio pues se refiere también al encanto que posee la literatura, su magla, los trucos que anidan en las obras, incluso a su naturaleza mistificadora. Así como el estilo filosófico es sencillo, claro y está despojado de ambigúedad, el literario tiene una parte importante de su fundamento en esta. También en el estilo, apenas importante en la filosofía pero fundamental en la obra literaria, a pesar de casos como el de Platón, figura ineludible de la filosofía que logró pensar con rigor conceptual y brillantez estilística.
Otros filósofos escritores que la encantaron fueron Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, entre los existencialistas; Simone Weil o León Tolstol, entre los religiosos. El influjo de los existencialistas en la cultura europea de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial es amplio. En gran medida, era la filosofia que mejor podía explicar el horror de la guerra y de los fascismos. Tenía también un halo heroico, derivado en cierta medida del romántico. Al fin y al cabo, el empeño de filósofos como Hegel o Schelling es la búsqueda de la libertad. El héroe de las novelas existencialistas es esa persona, casi siempre joven, que busca el sentido de la existencia en medio de una vida caótica y ajena. Hay un cierto fulgor de juventud en las obras de Sartre y de Beauvoir, también en la figura de Albert Camus, que resulta muy atractivo y que permite soñar con
una existencia plena a pesar de todo.
Murdoch, atraída en un primer momento por el existencialismo, va más allá. El encuentro con la obra de Weil y de Tolstoi, así como la lectura de la obra platónica le empuja a explorar los fundamentos del bien, que define no como un objeto de conocimiento sino como una función de la voluntad, al igual que el individuo es un concepto que no se puede separar de lo moral. Deambula Murdoch por lo sublime y la grandiosidad, en gran medida insoportable, del concepto de bien fijándose para ello en la obra de Tolstoi, acaso uno de los grandes modelos en que se mira, pues sabe Murdoch que ni el arte ni el bien pueden ser aprendidos mediante la razón. Arte y moral pertenecen al ámbito de la experiencia y solo mediante la cuidadosa observación del mundo logramos percibir lo que es cada uno en su mejor expresión.
Al final, nos quedamos con la convicción de que la literatura es necesaria porque propone ejemplos morales encarnados en personajes que son producto de la imaginación del novelista. Esta se constituye como una poderosísima facultad creadora (en la línea de los románticos) que
alumbra mundos distintos, que se proponen como ejemplos morales. Así, toda la gran literatura es moral aunque solo sea por el hecho de que refleja, propone y critica áreas de la experiencia centrales en nuestras vidas. Aquí encuentra el lector la razón del salto que da de la filosofía a la literatura. La filosofía, y en concreto la filosofía británica de su época, era árida en exceso, escorada, por así decir, hacia la lógica. En los existencialistas encontró una salida, pues la filosofía de estos estaba centrada en la experiencia humana, y permitía desarrollos narrativos donde lo ambiguo, lo inconcluso y los misterioso de la existencia tenían lugar. Lo destacable es que sus novelas no son de tesis ni áridas. Sin duda, tuvo siempre bien claras las diferencias entre literatura y filosofía y no permitió que la una se entrometiera en el campo de la otra.