Volker Weidermann (1969, Darmstadt, Hesse, Alemania) es uno de los grandes especialistas en la búsqueda de libros y autores prohibidos por los nazis. Entre sus últimos –y más crueles– hallazgos se encuentra Historias y desventuras del desconocido soldado Schlump, cuyo autor,Hans Herbert Grimm, escondió un ejemplar de su obra tras una pared y luego se suicidó. Ochenta años después, Weidermann lo descubrió y fue publicado (ahora vez la luz en España, editado por Impedimenta). Un caso más de un relato tan fascinante como horrible.
¿Qué le lleva a interesarse por la búsqueda de libros prohibidos por los nazis?
La curiosidad y la pasión. Por un lado, esa época es una de las más ricas y grandiosas de la Historia de la Literatura alemana, y por otro, todavía tiene mucho que descubrir, muchos libros y las historias de muchas vidas. La primera vez que vi la lista que sirvió de base para la primera quema de libros por parte de los nazis en mayo de 1933 sentí una fuerte impresión. Ciento treinta libros y tres autores, y más de la mitad de los nombres que aparecían en ella no los había oído mencionar a pesar de llevar mucho tiempo dedicado a ese periodo.
¿Cuál es el proceso o la vía de investigación que le lleva al descubrimiento de este libro de Hans Herbert Grimm?
Sencillamente fue una cuestión de suerte. En mi Buch der verbrannten Bücher (Libro de los libros quemados), donde relato la historia de las vidas y las obras de cada uno de los 133 autores, también cuento la historia de Schlump. Hablo del libro y de que nadie sabía quién lo había escrito. Unos meses después de que saliese a la venta, la nuera del autor se puso en contacto conmigo. Me escribió diciéndome que sabía quién lo había hecho, que se llamaba Hans Herbert Grimm, que era su suegro, que ella vivía en la casa de él, en Altenburg, Alemania Oriental, y que fuese a verla, que me lo contaría todo. Fui y no salía de mi asombro. Me enseñó la grieta en la pared en la que Grimm había ocultado el libro por miedo a ser descubierto; me mostró la habitación donde trabajaba, manuscritos, cartas, diarios, relatos, todo inédito; las huellas de una vida secreta y oculta. Y me habló de su vida, de su lucha y de su suicidio.
¿Sus métodos de trabajo se asemejan a los de un investigador privado?
Me gusta esta pregunta. Digamos que sí, aunque, naturalmente, la mayor parte de mi trabajo se desarrolla entre las páginas de los libros. Pero es verdad que a veces el arte de la combinatoria, la perseverancia y el placer forman parte de la búsqueda de los pequeños detalles. Se trata de indagar las pistas que los que quemaban los libros querrían que hubiesen desaparecido.
¿Cree que todavía pueden quedar muchos libros por descubrir?
Aún hay muchas historias que contar cuya existencia ni sospechamos.
¿Existe algo así como un Santo Grial en versión bibliográfica, el libro perdido más buscado?
Probablemente sí, pero yo no lo conozco. Todavía no.
¿Cuál es la anécdota más surrealista o significativa que ha vivido en sus procesos de investigación?
Por ejemplo, que en la lista había autores auténticamente nazis. Arnold Ulitz, por citar uno, escribió obras de las llamadas «de sangre y suelo», y más tarde sus libros fueron enviados a los soldados que estaban en el campo de batalla como literatura oficial de la Wehrmacht. Sigo sin saber cómo llegó a la primera lista de libros condenados a la hoguera. Quizá simplemente no le gustaba al bibliotecario que redactó la lista. Nadie ha podido decirme qué había en sus libros que fuese tan peligroso. O el escritor que creó La abeja Maya. El autor de este libro infantil tremendamente popular se llamaba Waldemar Bonsels. También estaba en la lista, pero los nazis especificaron que afectaba a todos sus libros excepto a La abeja Maya, que no se atrevieron a prohibir.
¿Y cuál es el caso más sangrante o cruel que ha documentado?
Los casos más crueles con los que me he encontrado, o que más me han llegado al corazón, han sido aquellos cuya biografía acaba con un «se desconoce qué ocurrió después». Personas como la fantástica periodista Maria Leitner, que trabajó en todo el mundo y que al parecer murió de inanición en el sur de Francia cuando estaba huyendo, pero que nadie sabe dónde y cuándo falleció. O todos los desesperados que se suicidaron, como Kurt Tucholsky, Ernst Toller o Stefan Zweig; los que en algún lugar remoto, ya fuese un pueblo de Suecia, una aldea diminuta de la selva brasileña o un hotel de Nueva York, sencillamente decidieron que ya no tenía sentido seguir viviendo. Los que continuaron vivos pero que ya nadie conocía y por los que nadie se interesaba, que ya no podían escribir y que después de la guerra siguieron viviendo en Alemania o en Europa como fantasmas.
Por ejemplo, la maravillosa y extraordinariamente moderna Irmgard Keun o el escritor Armin T. Wegner, que documentó el genocidio armenio en el Imperio Otomano y lo dio a conocer a todo el mundo, y que en 1933 escribió a Hitler una carta increíblemente valiente y premonitoria. Fue llevado a un campo de concentración, sobrevivió, huyó a Italia y declaró que en los sótanos de la Gestapo le habían cerrado la boca para siempre. Sobrevivió 30 años después de finalizar la guerra, solo, desesperado, mudo. Había dicho que expatriarse era como morir. Un muerto en la tierra aún por muchos años. Cuando, poco antes de que falleciese, fue a verle a Italia un periodista alemán, le dijo: «Todavía tengo mucho que contar. Quédese. ¿Por qué no han venido antes?»
¿Qué habría sido de la memoria de su país sin el trabajo y el estudio de personas como usted? ¿Se habría conocido en toda su integridad la barbarie que se vivió?
Quizá no sería posible hacerse una idea tan precisa. Ciertamente, no nos faltan detalles sobre los crímenes de los nazis, pero a veces sí que nos falta la capacidad de imaginar qué significaron concretamente y para la vida de las personas. Y creo que, en eso, la literatura siempre es de ayuda, y también lo son las historias pequeñas, particulares y heroicas.
¿Por parte del nazismo hubo más desmanes en el ámbito del arte o en el literario? ¿O no son equiparables?
Son perfectamente equiparables. El miedo era el mismo; miedo a lo «moderno», a lo «urbano», a lo «abstracto», a lo que de alguna manera resultaba incomprensible, nuevo, radical y crítico. Al arte y la literatura que no se someten, que son radicales y sin tabúes. En eso, ambos campos se parecían mucho, sólo que una exposición que se llamase Literatura degenerada posiblemente no permitiría una puesta en escena tan dramática, así que prefirieron quemar los libros.
¿Qué siente un alemán cuando vive revisando y reviviendo la Historia de su país?
A veces es verdaderamente horrible. Como es lógico, precisamente aquí, en Berlín, donde vivo, apenas hay una extensión grande del centro de la ciudad que no recuerde a algún lugar abominable del pasado, ya sea el monumento conmemorativo del Holocausto, los lugares que rememoran el Muro, la avenida 17 de Junio, los monumentos relacionados con la guerra… Sí, a veces esta ciudad da la sensación de ser un gigantesco monumento. Por fortuna, las personas, los numerosos nuevos jóvenes de todo el mundo, son una fuerza y una energía mucho más poderosa; tanto, que todos esos monumentos se han convertido en una parte del presente lleno de vida de esta ciudad. Es nuestra Historia. Aquí nadie corre el peligro de olvidarla así como así.
Estamos en pleno aniversario de la Primera Guerra Mundial y de la Segunda, con una gran profusión de títulos. ¿No cree que se publica demasiado? ¿O fue tal la barbarie que se vivió que nunca serán suficientes?
No sé qué significa «demasiado». Uno no está obligado a leerlos todos, y es evidente que hay mucha gente interesada en ello. Algunos quizá lean estas historias como escalofriantes relatos policiacos reales; otros para aprender de la Historia algo útil de cara al futuro. Seguro que hay a quien le resulta difícil elegir los mejores títulos entre esas montañas, pero para eso, por ejemplo, estamos los críticos.
¿Cuál el libro de memorias que mejor retrata aquellos años?
En mi opinión, el del crítico literario judío Marcel Reich-Ranicki, mi gran maestro, que murió hace un año. En Mi vida narra la increíble historia de un joven judío que vive la cultura y la literatura alemanas con cada fibra de su existencia, que es trasladado al gueto de Varsovia por los hombres cuya cultura ama, y que allí sobrevive en las circunstancias más inimaginables para acabar transmitiendo al mismo pueblo que quería exterminarlo el amor por su literatura con una fuerza, una capacidad de convicción y una compasión sin igual. Porque esa literatura, los libros de Erich Kästner, Thomas Mann, Bertolt Brecht, hizo posible que sobreviviese. Así lo veía él. Un hombre magnífico y un libro magnífico.
En «Ostende» usted retrata la vida de la comunidad de escritores que vivieron en esa ciudad antes de la guerra, durante los primeros años del nazismo, y se centra en la amistad de Zweig y Roth.
Tenían una amistad como no conozco otra entre escritores, con un interés radical por el otro; por la obra, la escritura y la vida. Incluso escribieron algunos libros juntos. Eran salvajemente sinceros, tanto en la crítica como en la alabanza. Sus visiones del mundo eran absolutamente diferentes. Zweig, confiado, optimista, comprometido… Roth, perspicaz, enemigo del compromiso, profundamente pesimista. Roth era pobre como una rata y un bebedor empedernido; Zweig era rico como un rey y sensato como un funcionario. Zweig tenía éxito en todo el mundo y admiraba a Roth como al mejor escritor; Roth no tenía tanto éxito y no envidiaba en nada a Zweig. Zweig era como una madre para Roth, le financiaba, le prohibía beber, le pagaba el hotel, se ocupaba de los contratos, los agentes, los traductores, las mujeres. Hace años que leo las obras y las vidas de los dos, y sigo sin dar crédito. Una amistad como esa ya sería increíble entre personas con una actitud social y un egoísmo corrientes; pero entre escritores –en los que el egoísmo, el interés radical por uno mismo y por el propio trabajo forman parte de la imagen de la profesión– una amistad así es una utopía hecha realidad. Un sueño luminoso que nos llega de un tiempo oscuro.
No obstante, usted ha reivindicado la memoria y obra de los autores más desconocidos. ¿Por qué? ¿Qué encuentra de especial entre estos renglones olvidados?
En primer lugar, son libros heroicos. Libros que si hubiese sido por los nazis ya no existirían, y que, sin embargo, existen; que lograron sobrevivir a los tiempos oscuros, a veces sólo un puñado de ejemplares. Y, bueno, como es natural, también me gusta contar historias nuevas.
En la lista de autores prohibidos había tanto escritores de nacionalidad alemana como extranjeros. ¿Recibieron ambos el mismo trato vejatorio?
En el caso de los extranjeros sobre todo, no suponía peligro para sus vidas ni para su supervivencia, y en la mayoría de los casos, tampoco graves perjuicios económicos. Para la mayoría de ellos, como Upton Sinclair o Ernest Hemingway, estar en esa lista era una distinción que los honraba; que, por así decirlo, demostraba que eran antifascistas oficiales reconocidos por los nazis, algo de lo que se podía estar orgulloso.
¿Con qué tipo de intelectuales se ensañaron más?
Con los que tenían, por orden, los siguientes atributos: ser judío, pacifista, comunista, internacionalista, urbano, femenino, combativo, luchador, objetivo. Es decir, más o menos todo lo que nos suele faltar en la actual literatura alemana.
¿Qué piensa cuando en pleno siglo XXI todavía hay países donde circulan listas de libros y autores prohibidos?
Primero, que es terrible. Y luego, que es fantástico que todavía hoy los regímenes totalitarios sigan considerando a los escritores y a su obra tan peligrosos y significativos como para tener que prohibirlos. Es impresionante que los gobernantes totalitarios sigan teniendo miedo de los libros, de los escritores, porque es una prueba magnífica del poder de la literatura, de que la literatura tiene repercusiones.
¿Se imagina una Europa en la que pudiera vivirse una situación como la que se vivió en aquel momento?
Sí, a veces me lo imagino y no creo que sea del todo imposible que en algunos lugares de Europa se pueda volver a vivir ese tipo de situaciones. Quizá no tan brutales, ni tan abiertas ni directas; pero, por supuesto, en países como Rusia, Hungría o Turquía, hoy las cosas no son fáciles para los autores anti-nacionalistas, críticos y, en algunos casos, judíos. Y no me cuesta imaginar que en cualquier momento puedan empeorar. La Historia también nos lo enseña. En 1932, en Alemania prácticamente nadie hubiese podido imaginar que, pocos meses después, los alemanes, por propia iniciativa y llenos de entusiasmo, quemarían públicamente los libros que antes habían comprado igualmente entusiasmados y por iniciativa propia. La quema de libros en Alemania, no hay que olvidarlo, no fue orden del gobierno. La organizaron los estudiantes, y la población participó en ella con júbilo. Fue una especie de fiesta popular para, por fin, poder estar entre los tuyos, todos iguales, sin criterio, nacionales, sin la molestia de todos esos farsantes y opositores.
Por Laura Revuelta.