Rescatado como uno de los mejores ejemplos de innovación de las letras niponas en la época de la Restauración Meiji, allá por el siglo XIX para occidentalmentendernos, y siguiendo con el buen hábito que tiene Impedimenta de recuperar y editar con el mimo de siempre joyas de la literatura pasada (que en el caso de esta época y cultura también sazona con unos cuantos títulos de Natsume Sōseki en su siempre interesante catálogo), la editorial acaba de publicar, para el deleite caprichoso de los sentidos y como un regalo para los días de postrimería veraniega y calor abatible desde las letras, La bailarina, una novela corta de Ōgai Mori. Corta, aunque copiosamente nutrida de emociones, expectación, dudas, pensamientos atormentados, contradicciones, pasión, exotismo, modernidad y tradición, y a través de la cual tenemos la oportunidad de revisar la paralela distracción literaria del médico japonés que, junto a su contemporáneo Sōseki, es una de las plumas de la tierra del sol naciente que más ha influido en el desarrollo literario moderno de Japón.
Enviado a Europa por el ejército japonés, un Mori enciclopédico, no sólo por proceder de una buena familia samurai y posibilitar su contacto con la cultura, sino por su inquieta capacidad intelectual, aprende rápido chino (del que sedimenta en su tinta el sustrato confuciano como su poso literario) y holandés (los tratados de medicina se escribían fundamentalmente en ese idioma) y entrará en contacto con la literatura occidental que cala de golpe entre lectores y escritores después del fuerte aislamiento cultural del país. Como otros autores japoneses de su época, el viaje a la Europa moderna de la belle époque supuso para él (como para otros tantos autores japoneses, así como sucedía en el caso contrario para los autores europeos que viajaban a Japón) el contacto con un mundo nuevo que pronto ejercería una influencia (fagocitada desde lo nipón, pues no hay herencia occidental en lo japonés que no atraviese un proceso cultural de idiosincrásica japonización) importante sobre su representación estilística del mundo que vertería a través de su literaria. Una concepción artística que, según el mismo autor, le acercó durante esos años de encuentro con lo europeo a un descubrimiento de la verdad y la belleza a través de cierta occidentalización en su estética. Algo que también compara muy bien Tanizaki, otro de estos vértices de la modernidad literaria japonesa, en su exquisito Elogio de las sombras.
La bailarina, novela breve que compuso en 1890, retrata de forma autobiográfica aunque adoptando el nombre de Toyotaro, un idilio en primera persona (algo absolutamente rompedor en la literatura japonesa) en el que, como autor-protagonista, nos relata su experiencia flanêur en el continente que atraviesa y su romance con una joven bailarina de nombre Elise en el Berlín prusiano. Y conocemos a través de un tono romántico y trágico (muy influido por Goethe y Schiller, a los que también traduce), aislacionista e introspectivo, en lo que son algunas de las claves estéticas de su estilística, como teinen, un estado mental de serenidad emocional resignada con el que se enfrenta al mundo, kamen (máscara) o eien naru fuheika (eterno descontento), con los que regará el resto de su producción literaria; una historia de amor frágil y trágica, nacarada y exquisita, aunque ultrajada, que es la respuesta oriental especular más homóloga a Madame Butterfly de Puccinni, y a ese universo embriagador por el que es ahora un japonés el que queda sobrecogido bajo el hechizo de la belleza de una rubia y joven alemana. Y a través del cual accedemos a un relato que mezcla la sencillez y el calado proverbial, la contención emocional tan típicamente oriental, el frenesí del ámbito de la ciudad y la refrescante, turbadora y violenta compilación de estímulos emocionales y sentimentales propios de los contextos europeos de esos años bajo la mirada cautelar, precavida y herida, de Ōgai Mori.