Narrativa. La historia de las exploraciones humanas son siempre exploraciones de nuestros límites. No buscamos lo que no conocemos sino la afirmación de conocimientos ya adquiridos. En nuestra arrogancia, no vemos sino lo que queremos ver: ante el resto nos vendamos los ojos. La ciencia elabora para consolarnos o entretenernos argumentos de ciencia-ficción, pero en realidad no hace más que responder a tradicionales expectativas. Lo inimaginable, lo impensable, lo increíble queda por ser dicho. Entretanto, seguimos siendo polvo de estrellas, naciendo y muriendo en un breve e incomprensible parpadeo. «¿Quién nos ha hecho esto?», pregunta uno de los alucinados tripulantes de la nave espacial enviada para explorar el planeta Solaris. «¿Fue Gibarian? ¿Giese?», dice nombrando a otro astronauta y a uno de los historiadores del planeta. «¿Einstein? ¿Platón? Eran todos unos delincuentes ¿sabes? Piensa que, en el interior de un cohete, el ser humano puede estallar como una burbuja, o solidificarse, o cocerse, o vaciarse de sangre tan rápido que no le dé tiempo ni a gritar; después, los huesecillos golpearán las paredes de chapa, mientras dan vueltas por las órbitas de Newton corregidas por Einstein; ¡son los sonajeros del progreso!». Los sonajeros del progreso no anuncian la edad adulta de la humanidad, sólo nuestra propia infancia. Quizás a eso se refería la conclusión de ese otro gran clásico, con la imagen del feto flotando en el espacio, 2001: Odisea del espacio de Isaac Asimov, cuya deuda a Solaris de Stanislaw Lem no ha sido suficientemente reconocida.
El argumento de Solaris (trasladada a la pantalla primero por Andréi Tarkovski en 1972, y luego por Steven Soderbergh en 2002) es conocido: enviado en una misión a la estación espacial Prometeo, sobrevolando el planeta Solaris, el psicoanalista Kelvin descubre que los miembros de la estación han sido invadidos por extrañas presencias. Intentando descubrir la causa, Kelvin mismo recibe la visita de una misteriosa mujer del todo parecida a su esposa muerta. ¿Qué produce estas vívidas pesadillas, a estos seres presentes pero no vivos, cada uno el fantasma de la memoria de uno de los exploradores de Solaris? ¿Es el planeta mismo, ese mar extraño y gelatinoso, quien crea estas alucinaciones? ¿Es Solaris una criatura viva, capaz de «pensar» la realidad? El poeta Czeslaw Milosz, contemporáneo de Lem, dijo que Solaris parafraseaba «las etapas de la vida humana», intensificando «la angustia habitualmente velada por nuestra rutinaria aceptación de lo inevitable». Esto, dicho dentro del contexto de la dictadura comunista, fue considerado como una audaz crítica al sistema, pero sin duda Milosz proponía una lectura más allá de la política. En Solaris, Lem hace explícita su convicción de que nuestra herencia mental, nuestra identidad misma como seres humanos, depende de nuestra consciencia, del hecho de saber que existimos y que el universo existe. Sin embargo, definiendo esa consciencia, marcando sus límites, existe un inmenso espacio ocupado por aquello que no imaginamos, aquello que (como confesó alguna vez Stephen Hawking), a pesar de poder un día ser conocido, quizás no podrá nunca ser imaginado. Esta noción, de un entendimiento que nuestra imaginación no puede concebir, es infernalmente atroz. Solaris encarna esa intolerable expectativa.
Nada asombrosamente, Solaris ha pasado de ser un clásico indiscutible de la ciencia-ficción a ser simplemente un clásico indiscutible. Publicada originalmente en Polonia en 1961, bajo el régimen comunista, al poco tiempo fue traducida, primero al alemán, luego al francés y del francés al inglés, procurando para Lem una celebridad universal. La esmerada traducción al castellano de Joanna Orzechowska, la primera hecha directamente del polaco, recupera para el lector español sutiles cambios de estilo y de humor, un lenguaje compuesto de términos inventados, juegos de palabras, jerga científica, que las anteriores ediciones castellanas ignoraban. Solaris puede leerse ahora con el esmero y la atención que un clásico merece.