El año pasado Patti Smith recordaba en Éramos unos niños las penurias que Robert Mapplethorpe y ella habían tenido que pasar porque estaban convencidos de que lo suyo era ser artistas y, hace tan sólo unos meses, en The Beats, Harvey Pekar dibujaba las biografías de Jack Kerouac, Allen Ginsberg, William S. Burroughs & co.. Ambos despacharon la cuestión laboral en escasas líneas o viñetas, pero Daria Galateria ha dedicado todo un libro, Trabajos forzados, que ahora publica Impedimenta, a repasar esos otros trabajos que tuvieron que hacer -por las buenas o por las malas- escritores como Jack London, Franz Kafka, Lawrence de Arabia, Dashiell Hammett o George Orwell.
Desde luego, cuando Picasso dijo aquello de «la inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando» no se refería a esto. Aunque a T. S. Eliot, a quien le encantaban los números y la disciplina de su trabajo en el Lloyds Bank, no le suponía un gran problema: “si le llegaba una idea, en medio del dictado de una carta, podía interrumpirse de golpe, hacerse con un folio y comenzar a escribir con toda velocidad”. A Kafka, sin embargo, le corroía haber traicionado a la literatura con un desahogado empleo de agente de seguros. Él envidiaba al poeta Paul Adler. “No tiene un trabajo, solo tiene su propia vocación. Va pidiendo favores a un amigo y a otro, con su mujer y sus hijos. Si me comparo con él, siento siempre remordimientos por el hecho de dejar naufragar mi vida en una existencia de burócrata”.
Les dignificase o no, el trabajo siempre les servía como alimento literario. George Orwell dejó el suyo en la policía birmana por otro mucho (mucho) más precario de lavaplatos en un hotel de lujo parisino porque «quería vivir la vida de los marginados». Raymond Chandler carecía del abolengo de Orwell, así que no le quedó más remedio que trabajar de contable en una petrolera hasta que lo jubilaron a los 44 años con una pensión de 100 dólares al mes -bebía, no frecuentaba demasiado la oficina y, cuando lo hacía, era para incordiar a sus compañeros-. Fue entonces cuando se apuntó a un curso de escritura por correspondencia y creó a Philip Marlowe, que se enfrentaría a todos esos corruptos que Chandler había conocido a lo largo de su vida corporativa.
La más pragmática, sin duda, fue Colette, que no tuvo ningún reparo en exprimir su fama literaria. La francesa prestó su imagen para un anuncio de Lucky Strike en 1930 y dos años más tarde fundó una tienda de productos de belleza. El negocio creció y ella misma hacía demostraciones en ferias y grandes almacenes de sus cosméticos, hasta maquillaba a sus lectoras y clientas. Su aventura empresarial no perduró, pero sí sus consejos de belleza: “Usad el kohl, incluso de noche”.