Lo que dicho en buen latinajo es algo así como primum vivere deinde philosophari, o lo que es lo mismo, primero vivir, luego filosofar. Hay variante, que por ser hora prima la que dedico a poner en marcha estas líneas no ha lugar a considerar, esto es –la variante-: primum bibere.
Primum vivere, primum bibere, sea lo que toque, lo cierto es que el sentido común lo mandaba poner, lo uno o lo otro, o los dos, antes del filosofar, del crear, del pensar, del escribir. Lo cierto es que me asomo a estos primeros días de otoño con dos libros que me llenan las manos y cuya lectura he iniciado conjuntamente, pues se complementan muy bien ambos dos. Son esos azares editoriales que a uno le gustan tanto. Uno es una suerte de ensayo misceláneo, con sus ficciones y con sus reflexiones, un libro desigual y apasionante, fascinante unas veces, otras no tanto, del que es autor un escritor español, José Ovejero, que ha tocado todos los géneros de la baraja literaria y que ahora firma, para Alfaguara, estos interesantes (a ratos) Escritores delincuentes.
El otro libro, cuya lectura no concluida está colmando más mis ansias y gustos, se debe a la pluma y a la curiosidad de la profesora italiana Daria Galateria, lo ha publicado –con verdadero cuidado editorial, como ya es sello de la casa- Impedimenta, lo ha traducido mi añorado como escritor Félix Romeo y se titula Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores, un magnífico recuento de expedientes laborales de un (caprichoso, inevitablemente) puñado de escritores contemporáneos, ninguno de ellos en (previsiblemente, inevitablemente) lengua española, lo que no hace al caso, aunque no por ello no deba decirse. Con prima de riesgo o sin ella, nunca estamos, desde los albores de la Leyenda Negra, en la Premiere League. Hasta no hace mucho, este tipo de libros canónicos o indexados llevaban un apéndice complementario donde alma piadosa, al traducir o revisar el libro con ausencias en la lengua de Rocinante y Babieca solían paliar el desafuero. Ahora, no, y tampoco tendría sentido. El estupendo libro de Daria Galateria es una obra de creación y ella ha metido en su saco desde Gorki a Bruce Chatwin, a los que ha querido; faltan pero no sobran.
Galateria ha encontrado verdaderas joyas en algunos de los trabajos (forzados: ¿es que alguno no lo es?) de sus escritores. Le saca poco brillo –a mi modo de ver- al trabajo oscuro y gris del funcionario Kafka, tal vez no daba más de sí y son bien conocidas sus circunstancias, aunque el menudo praguense supo bien adjetivar la estupidez y la burocracia. Me deslumbra el ojo empresarial y la vocación por los cosméticos de la inmensa Colette. En el texto excelente dedicado a Paul Morand, diplomático francés, escritor y hombre de fuertes convicciones conservadoras y filo nazi –cherchez la femme, la suya de usted, Monsieur Morand-, se intuye una novela, que la tiene su vida, como la tienen –si no provocaran arcadas- tantos otros/algunos escritores de aquella época de la órbita nazi. Un exquisito diplomático francés, Monsieur Morand, que está casi poniendo un pie en el libro de Ovejero, el de sus escritores delincuentes.
Ovejero sí incluye referencias hispanas o latinas, algunas líneas dedicadas a César González-Ruano, ese (supuestamente: ojo, digo supuestamente) pequeño canalla que no llegó a ser Monsieur Morand pero bregó por ello. Ruano sí se las tuvo que ver con la Gestapo en París, aquel asunto, aquel agujero negro, con el que se acote por un lado o por otro su leyenda ganó justa fama de (presunto) canalla.
Aun así la cárcel, la célebre prisión de la calle Cherche Midi, le sentó bien a Ruano y en expiación de sus muchos (y supuestos) pecados escribió algunos versos y prosas notables, desde la cárcel. En México D.F. también existe, o existía, no sé, otro célebre recinto penitenciario, Lecumberri, que yo siempre he tenido en la memoria porque lo frecuentó un tiempo el exquisito y elegante escritor colombiano Álvaro Mutis, a quien le debemos su estupendo Maqroll el Gaviero, esa gran creación literaria suya, ese marinero que junto a Corto Maltés, el héroe dibujado por Hugo Pratt, más ha hecho soñar/navegar a este marinero de agua dulce –el arriba firmante- que se marea ya en una noria sin muchas pretensiones.
Pues bien, como recuerda Ovejero en Escritores delincuentes, Álvaro Mutis por algún oscuro lance dinerario-laboral (Mutis tenía por entonces algún trabajo, forzado, of course, en Colombia relacionado con alguna multinacional petrolera yanqui, y algo ocurrió) dio con sus huesos en la cárcel D.F. de Lecumberri y salió al menos con un notable libro bajo el brazo, Diario de Lecumberri (creo que está, o estuvo, en Alfaguara, yo lo leí en una vieja edición de una editorial catalana que salió por los años ochenta con la sana intención de hermanar, desde la Marca Hispánica, la difícil convivencia de este suelo tribal y peninsular), en cuyo prólogo Mutis hace ídem –demasiado fácil el chiste, pero está puesto a huevo, y es verdad, lo dice también Ovejero-, y explica, lo justo, y aclara, nada.
En Lecumberri, por cierto, estuvo unas semanas tan solo, dos, creo, el legendario –hombre elegante se verá aquí al lado, preveo- William Burroughs, el que puso en marcha todo aquello del movimiento beat, sexo, drogas, alcohol, atracción del abismo, estética de la perdición: estas dos últimas expresiones son de Ovejero, que al ocuparse de delincuentes como éste o el no menos fascinante Neal Cassady, confiesa que le hubiera gustado haber participado en aquel movimiento…, y haber sobrevivido. Aunque la parte dedicada a éstos no es excesivamente extensa –ya digo que el ensayo de Ovejero es muy desigual, en intención, extensión y valoración-, tiene interés lo escrito sobre Burroughs, sobre el igualmente confuso incidente tantas veces comentado, en el que el autor de El almuerzo desnudo, gran aficionado a las armas, entre otros excesos, jugó a ser Guillermo Tell con su mujer, Joan Vollmer, en México D. F., un 6 de septiembre de 1951, y le voló la cabeza. Hace de esto sesenta años, y salió bien librado pues estuvo solo un par de semanas en Lecumberri.
Neal Cassady, un seductor y promiscuo miembro no menos legendario del aquel movimiento beat que se hizo en el camino, en la carretera –la novela de Kerouac, su amigo-, como tantas y tantas vidas de americanos se han hecho en la carretera; hay muchos escritores norteamericanos que además de escribirlas, las viven, sus novelas. En la carretera o en la cárcel, que por aquí anda Edward Bunker, el Mr. Blue de Reservoir Dogs, de Tarantino, asesor de Heat, la película de Michael Mann, candidato a un oscar por el guión de El tren del infierno, de Andréi Konchalovski, escritor de novelas negras bien duras (conozco y aprecié en su momento No hay bestia tan feroz, Sajalín Editores, 2009), de una autobiografía bien interesante, muy vivida y muy movida, La educación de un ladrón (Alba Editorial, 2003): toda una geografía de cárceles y desafíos con la ley, pues debió ser un persistente atracador, al que la literatura, libros que leía en la cárcel, y las novelas propias que le dieron cierto éxito, le frenaron su actividad delictiva, lo confiesa, aunque nunca se arrepintió de la vida que llevó, apunta Ovejero.
Por la cárcel pasó, entre otros, Jean Genet, al que le dedica apartado correspondiente en Escritores delincuentes, y su libro carcelario es bien conocido, pero no encuentro ninguna mención a una escritora francesa –de cuyo encanto creo recordar que Esther Tusquets, su editora española, hablaba no hace mucho en uno de sus recientes relatos memorialísticos-, que a mí me fascinó a los 20 años. Ella se llamaba Albertine Sarrazin, una francesa de Argel, de vida azarosa, que fue a prisión por colaborar en un atraco a mano armada y que contó su huida de la cárcel en El astrágalo, una estupenda novela que conservo en mi edición en bolsillo de Lumen (1973) en traducción de Javier Albiñana. Por entonces vi la novela en película, en una sesión de programa doble en un cine de Madrid, con la protagonista, Anne, interpretada por Marlène Jobert, y me encantó todo, la novela, la película, y Marlène Jobert una actriz que creo que por entonces se decía (presuntamente) que tenía una relación amistosa con un ministro, con un primer ministro, con algo importante francés. Se me han olvidado muchas cosas, pero no que el astrágalo es un huesecillo que se puede romper y que también puede ser un desgarro del corazón. Es una debilidad de lector, pero recuerdo aquella novela, ésta, El astrágalo, y aunque no cita Ovejero a la Sarrazin no quería renunciar a este chute público de nostalgia lectora. El astrágalo, ah, ese huesecillo que se rompe.
Se nos había quedado atrás Neal Cassady, que lo mete Ovejero entre los delincuentes, aunque le dedica unas páginas breves, pero intensas y fascinantes, como lo fue su vida, siempre en el camino, seductor y promiscuo, que no pudo ser músico, porque no tenía oído, ni pintor, porque era daltónico, así que eligió, primum vivere, primum bibere, escribir, aunque escritor no lo fue nunca, personaje de libros ajenos, sí: dice Ovejero que su mejor obra fueron sus cartas, algunas de las cuales aparecen en el libro misceláneo, El primer tercio (Anagrama, 2006), del propio Cassady, y de cuya portada tomo la foto de Cassady con Kerouac, el amigo íntimo y el destinatario de muchas de estas cartas. En este libro también aparece un breve testimonio de la mujer que más le duró, Carolyn (hay una película que no he vuelto a ver, pero allí estaban los tres bebiéndose la vida de una forma diferente al american way of life que es Generación perdida, de John Byrum, con Nick Nolte haciendo de Cassady, John Heard de Kerouac y la gran Sissy Spacek, mi adorada y fea actriz americana, como Carolyn).
Pero estos beats eran blanquitos y Chester Himes –me parece estupenda la foto que tomo como otras del libro de Alfaguara-, no. Era negro, y conoció la cárcel, y delinquió y no sé si se arrepintió de ello –sus textos autobiográficos no los tengo ahora a mano, pero los escribió y se exilió en la costa alicantina, y allí murió-, pero escribió estupendas novelas de Harlem, con esa inolvidable pareja de policías negros que son Sepulturero Jones y Ataúd Ed Johnson, inolvidables novelas de Libro de Bolsillo Serie Negra de Ediciones Bruguera, años setenta y ochenta del siglo pasado, que resistieron, entonces, una lectura, la que hice, y creo que hoy no resistirían el papel y la encuadernación, el que volviera darles la luz solar, que volviera a recorrer con las yemas de mis dedos lectores sus páginas, pero como he visto que Ovejero le saca en esta “cuerda de presos” que es su libro Escritores delincuentes, no me he resistido –como con la Sarrazin- a traerlo a esta añoranza (casi) semanal, en que se va convirtiendo esto y, casi, si me lo permiten voy a seguir gozosamente deleitándome con el libro de Trabajos forzados de la italiana Daria Galateria, que es libro de hermosa factura que voy leyendo –en el momento de enviar este cable estoy con el provenzal Jean Giono, he interrumpido su lectura para escribir este primum vivere, que ya está dando sus últimos suspiros por esta ocasión- subrayándolo a conciencia con una estilográfica desechable Pilot de punta fina roja, que hace juego –el color- con la flor del ojal de este caballete de la portada, sabiendo que al traductor del libro, el estupendo narrador aragonés Felix Romeo –no me mandas, Félix, un correo, no sé nada de ti, Félix, ¿hace cuánto que no te veo, Félix?- le pone de los nervios que la gente subraye los libros. Este ejemplar, Félix, gracias a Enrique Redel, el editor de Impedimenta, es mío, y como tal subrayo en rojo, acerca de Giono: “fue promocionado a empleado, y entre un cliente y otro leía y escribía, sin equivocarse nunca en las cuentas”. Me quedan -¡aún!- setenta páginas. Me oscurezco.
Por Javier Goñi