El siglo XX, entre otras muchas revoluciones, trajo la del concepto del “escritor profesional”. Escribir ya no era una cuestión de inspiración a la que podía dedicarse gente de buena familia con el riñón cubierto o bohemios enfebrecidos dispuestos a pasar hambre para dedicarse a su obra. Uno podía ser escritor igual que electricista, abogado o croupier de casino. Pero aun así, ganarse la vida con las regalías de los libros resultaba (y resulta) una tarea difícil. El dinero que generan los libros no da para mucho. Actualmente (y se ha mejorado respecto a las situaciones contractuales de décadas atrás) un escritor percibe el diez por ciento de la venta de un libro. Escuchamos de vez en cuando a los agricultores lamentarse agriamente (y con razón) de que el tomate que han sembrado, criado y recogido se lo pagan a 5 céntimos y el supermercado lo vende a 35. Es muy infrecuente escuchar a un autor lamentarse de que, de la materia que él crea, el noventa por ciento del dinero se quede por el camino. De un libro que cuesta 20 euros, el autor percibe 2. De ahí, Hacienda se le queda al menos un quince por ciento y su agente otro quince por ciento más IVA, con lo que le queda algo menos de un euro con 30 céntimos. De ese modo, resulta difícil lograr ingresos para mantenerse. Unos cuantos lo logran, desde luego. Incluso viven holgadamente. Pero no hay que engañarse, son una minoría. Bajo la pequeñísima punta de ese iceberg, una amplia tropa de escritores pasa mucho frío.
¿Profesional o “amateur”?
Aunque el tema de si los escritores perciben por su trabajo la remuneración justa tiene su miga y sería una discusión bizantina interminable, hay otro asunto aún más trascendente:
¿Realmente ha de ser la escritura un ofi cio del que sacar un sueldo? Y aquí el debate entronca con las descargas gratuitas de libros en Internet. Muchos usuarios que no se irían sin pagar de un bar, pero descargan libros alegremente sin soltar un céntimo, creen que un escritor no ha de cobrar por su obra. De hecho, ni los propios escritores se ponen de acuerdo sobre la “profesionalización” de la escritura. Hay escritores que consiguen ser profesionales y vivir a golpe de tecla. Algunos lo logran publicando a destajo. Hay está, por ejemplo, Jordi Sierra i Fabra, que en cuarenta años de oficio ha publicado más de cuatrocientos libros. Y que conste que Sierra i Fabra no escribe de manera descuidada y que la explicación de su producción salvaje es su entusiasmo arrollador. Hay escritores que se dedican a explotar temáticas de moda y se convierten en libro-factorías de títulos de confección oportunista (en la autoayuda y aledaños hay bastantes ejemplos). Hay autores que se dedican al thriller rápido (para ser rentable han de hacer como mínimo uno al año, a ser posible varios y firmar con pseudónimos), con esquemas fijos de confección sencilla que saben que van a encontrar una bolsa de lectores. Algunos se han convertido en franquicias (especialmente en Estados Unidos, donde hay autores que siguen publicando después de muertos como Robert Ludlum gracias “a la ayuda” de Eric Van Lustbader). Hay incluso escritores que redactan con lentitud, de manera minuciosa, con mucha calidad y haciendo exactamente lo que les dicta su inspiración, ajenos a las modas en auge, y aún así venden muchos ejemplares y viven sólo de la escritura (suelen apoyarse también en los artículos de prensa). Pero a estos últimos hay que buscarlos con lupa.
Hay escritores que consideran que ser escritor y ser profesional son términos que se llevan mal. Montero Glez (que sólo se dedica a escribir, y sus sufrimientos le cuesta) dice que él no es profesional, que va a ser siempre amateur, “porque el profesional trabaja por dinero, pero el amateur es el que ama lo que hace”. “Mi oficio es volar” En este libro publicado por Impedimenta, que nos descubre la manera en que se ganaron la vida autores tan relevantes como Kafka, Bukowski o Raymond Chandler, Daria Galateria nos cuenta que algunos sufrieron por tener que realizar trabajos variopintos que les impedían dedicarse a su obra con el ahínco que hubieran deseado y otros, en cambio, nunca quisieron dejar sus empleos convencionales. Es el caso de Georges Perec, reacio a dejar su trabajo subalterno en el departamento de documentación de un laboratorio médico. Sus jefes, viendo que tenían en un empleo de bajo rango a un escritor tan considerado, le ofrecieron ascenderlo si se reciclaba en informático. Pero la autora explica que “Perec no tenía la más mínima intención de hacerlo. Pensaba que si para un escritor es peligroso hacer carrera, todavía es peor depender de la escritura para vivir —peor para la escritura—. Cuarenta horas a la semana, y después era libre para crear lo que le pareciera”.
Hay escritores, como Kafka, empleado durante toda su vida en compañías de seguros, que sentían un cierto remordimiento por no tener la valentía (o la cara dura) para hacer como el poeta Paul Adler, que no tenía empleo, iba dando sablazos a los amigos y mendigando techo, acarreando de aquí para allá a su mujer y sus hijos, pero consagrado por completo a su vocación. En esa línea encontraríamos una larga tradición de autores en distintos grados de picaresca, como Pedro Luis de Gálvez, magistralmente retratado por Juan Manuel de Prada en Las máscaras del héroe. En una escena de patetismo inolvidable, lo vemos ir por los cafés con el hijo recién nacido fallecido entre sus brazos, solicitando ayuda para un padre destrozado, que instantáneamente se fundirá en copas, haciendo valer unos versos suyos que lo dicen todo sobre él: “No tiene sed de agua /ni hambre de pan / tiene hambre de oro / y sed de champán”. Es comprensible imaginarse al reflexivo Kafka preguntándose si no estaba malgastando su vida encerrado en el segundo piso del Instituto de Seguros de Accidentes Laborales de Praga. Sin embargo, a uno le cuesta pensar cómo habría teñido su obra de ese ambiente oprimente sin haber tenido esa experiencia de oficina gris que ocupó durante años. Trabajos forzados también desmiente cierto tópico de que Kafka era un escritor torturado, que escribía al borde del agotamiento en la madrugada tras jornadas interminables.
En su último empleo, Kafka salía de la oficina a las dos. E incluso recoge notas de sus jefes alabando el buen hacer del checoslovaco en su cometido, donde se manejaba de manera eficaz y enérgica. Sí es cierto que los últimos cuatro años de su vida, aquejado de tuberculosis y decepcionado de muchas cosas, su absentismo fue aumentando progresivamente hasta que la muerte le dio la baja definitiva.
Otros autores, por el contrario, no podrían entenderse sin su oficio. No tienen una vida laboral y otra vida de escritor: su literatura y su vida están mezcladas de manera indisoluble. Es el caso de Saint-Exupéry, que también expone Galateria. Para el autor de El Principito y Tierra de hombres, subirse a un avión era, más que un trabajo, una forma de vida. También un reto personal y moral, que le sirvió para trenzar a su alrededor media docena de libros sublimes. Cuando le preguntaban por él como escritor respondía: “Mi verdadero trabajo consiste en pilotar aviones”. Hay autores que tuvieron muchos oficios pero no encajaron en ninguno, y ganarse el sustento fue una bola de hierro atada a los pies que los lastró de por vida. Daria Galateria señala varios casos, como el del brillante escritor checo Bohumil Hrabal. Trabajó de almacenista en una compañía de ferrocarriles y llegó a ser conductor de tren. Lo peor vino después. La llegada del comunismo invalidó su título de Derecho obtenido con mucho sacrificio y acabó trabajando de representan de pólizas de seguros. Lo pasaba muy mal porque desde pequeño fue una persona de una timidez enfermiza. Aún fue peor cuando tuvo que trabajar como viajante de artículos de mercería y juguetes. Los intelectuales como él, que iba publicando sus libros y ganando visibilidad, eran mal vistos por el Partido Comunista. Para quitarse la presión de encima y no ser considerado un intelectual parásito, escogió el más duro de los trabajos en una fábrica de acero, donde un accidente con una grúa estuvo a punto de matarlo y lo mandó tres meses al hospital.
¿El trabajo dignifica?
Otros escritores, en cambio, se las ingeniaron para desempeñar ofi cios que casaban con su naturaleza como un guante: el díscolo y aventurero Jack London trabajó de pescador ilegal de ostras, cazador de focas en el Ártico y buscador de oro en Alaska. Como no podía ser de otra manera, duró poco en todos los oficios (algunos menos gratifi cantes, como fogonero en un barco, empleado de una fábrica de conservas o incluso guardacostas), pero de todos aprendió algo. En algunos casos resulta un misterio cómo lograron aguantar tanto en sus empleos. Es el caso de Charles Bukowski. Este autor volcánico se pasó la primera parte de su vida marchándose de todas partes. Tres semanas le parecía una estancia excesiva en cualquier trabajo. Su verdadera oficina fueron los bares hasta altas horas de la noche. Fueron años de vagabundeo, cuentos tecleados con rabia en pensiones baratas y mucho alcohol. Sin embargo, terminó entrando a trabajar en Correos. “Nadie sabe cómo resistió tanto en el servicio postal: tres años y medio de cartero, y once de empleado”, señala Galateria.
La autora italiana también nos pasea por las peripecias laborales de otros muchos autores, como Italo Svevo, Colette, Dashiell Hammett, André Malraux, George Orwell o Céline hasta completar una radiografía de veinticinco escritores que tuvieron que ganarse el pan, no con el sudor de su máquina de escribir, sino con el de su frente. ¿Para bien o para mal? ¿El trabajo mermó su producción artística o la enriqueció? El trabajo alimenticio fue en casi todos los casos una pérdida de horas, una merma de energías y una fuente de problemas para ellos. Sin esos ofi cios, habrían podido dedicarse de manera más amplia a la escritura. Habrían escrito más libros… ¿pero hubieran sido igual de sabrosos? ¿Habrían tenido ese regusto a vida masticada de verdad, propio de la buena literatura? Difícilmente habrían escrito lo que escribieron si hubieran vivido cómodamente de una beca toda la vida o hubieran sido escritores “profesionales” asépticos, de los que sólo pisan la calle para ir a comprar el pan.
Por Antonio G. Iturbe